Planteamos el viaje de regreso hacia Huelva con una primera parada, que consideramos obligada, en Lagos. No es una consideración gratuita, pues, aun cuando hoy día Lagos se diferencia poco de otras poblaciones del Algarve dedicadas casi enteramente al turismo, tiene una importancia histórica muy destacable. Y no es solo que su existencia se remonte a épocas tan pretéritas como indicaría la presencia de los conios, pueblo de origen celta anterior a la de cartagineses y romanos, sino que la ciudad, que fue muy activa, en el período de las grandes exploraciones marinas, en la fabricación de carabelas, tuvo el dudoso honor de convertirse, en esas mismas fechas, en un destacado centro de compra-venta de esclavos.
Aun siendo Silves ciudad turística, como todas las del Algarve, guarda un aire provinciano y diríase que circunspecto y discreto, como si quisiera mantenerse alejado de las superficiales alegrías costeras. Además, como muchas antiguas ciudades amuralladas, se mantiene a prudente distancia de la costa y de las aguas por donde podrían llegarle en tiempos pretéritos innumerables peligros.
Desembocamos en Huelva a la hora de la comida tras un viaje en coche de seis horas, incluido un breve descanso en La Majada, agradable restaurante a las afueras de Mérida, donde hemos saboreado un delicioso montadito de jamón de la tierra. Uso intencionadamente la palabra “desembocamos”, pues nada distinto hemos hecho de lo que hace el Guadiana cuando llega a tierras onubenses: entregarnos en brazos del Atlántico, ese mar que rememora la fábula de Atlante, joven titán castigado a sostener sobre sus hombros los cielos separados de la tierra.
Pido perdón por tamaña pedantería, pero de vez en cuando es preciso ser pedante como forma de contener y esconder lo que nos emociona en exceso. Y esta tierra, cuyo recorrido comienza hoy en dirección al oeste lusitano, hasta el extremo más occidental de la península Ibérica, anuncia una promesa de constantes emociones. |