EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Idas y venidas

de un homo viator

El desencanto del regreso

7/12/2019

 
        La vida del turista –aunque yo prefiero definirme como viajero– tiene su aquel. No lo digo a humo de pajas, sino consciente del significado de la expresión “tener su aquel”, que no es otra cosa sino “gozar de un especial atractivo difícil de definir”. En principio, pueden ser muchos y variados los placeres que proporciona viajar (siempre que no se haga por motivos estrictamente laborales). Lo he constatado cientos de veces, la última de ellas en los últimos días. Y, si pudiera, mañana mismo me buscaría una excusa para volver a salir a cualquiera de las docenas de destinos a los que aún no he renunciado.
     Si tratamos de definir de forma concreta en qué consiste exactamente la belleza y el goce de los viajes, nos daremos cuenta de que, una de dos, o recurrimos a los tópicos habituales (conocer bellos paisajes, visitar ciudades con un halo de misterio, degustar nuevas delicias gastronómicas, enriquecerse con otras culturas) o tenemos que admitir que, en efecto, viajar “tiene su aquel”, pero que su atractivo, los placeres que provoca son difíciles de definir. Porque, seamos sinceros, hay pocos paisajes y escasas ciudades que, hoy día, con los adelantos de la tecnología y sobre todo del cine y la TV, puedan causarnos descomunales sorpresas; por otro lado, uno no viaja –al menos yo no lo hago– para pasar el día metido en los museos; y la gastronomía de cualquier lugar del mundo puede degustarse en la mayoría de las grandes metrópolis.
      En su lado negativo, viajar conlleva también sus aspectos con menos encanto: cansancio si el viaje es largo, incomodidades de acarrear equipajes por aeropuertos y estaciones, ocasionales retrasos, desconocimiento de aspectos básicos relativos a la vida diaria en las ciudades que se visitan. No me refiero a las inevitables dificultades idiomáticas porque, en la actualidad, con español y un ligero dominio del inglés, se puede uno manejar casi en cualquier rincón del mundo sin excesivos contratiempos.
      No obstante, dicho todo lo anterior, viajar “tiene su aquel”. Acabo de regresar de un viaje de ocho días a Holanda. En realidad, yo prefiero hablar de los Países bajos, que es la versión en castellano de su verdadero nombre: Netherlands. Ocho días en los que he tenido incluso la fortuna de ser respetado por el clima. Ha hecho el frío que uno espera que haga en el norte de Europa a finales de noviembre. Ha llovido lo suficiente para demostrar que los paisajes verdes tienen una razón de ser, pero no tanto como para estropear mi visita. Ha hecho algunas horas de sol, un sol tímido, ciertamente, pero sol, al fin y al cabo.
      En este paseo de ocho días, he visitado una vez más Ámsterdam, ciudad que me fascina, y he conocido dos ciudades nuevas: la holandesa Maastricht y la alemana Aquisgrán (Aachen). Ambas me han cautivado, aunque de formas y por razones distintas.
Para determinar en qué medida una ciudad me atrapa (me cautiva), tengo un sistema que considero infalible: observo las calles, los colores de los edificios, los sonidos, los olores, las luces que se ven a través de las ventanas, la forma y rapidez con que la gente se mueve por la acera, los escaparates de las tiendas, y me planteo si me gustaría (o al menos si no me importaría) vivir en esa ciudad, si no de por vida, sí al menos durante una larga temporada.
      Cuando rechazo de plano la idea, es porque se trata de una ciudad de la que debo escapar lo antes posible. De estas últimas, puedo contabilizar muy pocas, aunque en este último viaje conocí una de la que salí tras unas pocas horas de recorrerla sin haber experimentado el menor placer: Lieja, ciudad belga de color gris, absolutamente inhóspita y perfectamente prescindible. No vi nada que invitara a una placentera contemplación. Hasta el almuerzo que tomé en ella, probablemente debido a la precipitada elección del restaurante, provocada por la aspereza del entorno, fue malo de solemnidad.
     De las intermedias, he conocido muchas ciudades, incluso algunas sumamente bellas para recorrer fascinados con cada rincón, como París, aunque a mí me agobiaría vivir en ella; o muy atractivas pero ruidosas y agotadoras, como Bangkock o Shangai; o que transmiten unos olores, unos sonidos y un ritmo que yo, personalmente, no podría resistir mucho tiempo, como Marrakech o Pekín, salvando las evidentes diferencias entre ellas; o que viven aplastadas por un exceso de carga histórica y por una sobrecarga turística que resultan insufribles al cabo de poco tiempo, como Roma. En lugares así no me viviría a gusto de forma permanente. Hay también casos en los que mi rechazo a la idea de una larga estancia tiene razones ideológicas. No soportaría, por ejemplo, vivir en un lugar sojuzgado por una dictadura, o sometido a la férula despótica de una religión, o ahogado en un cenagal de corrupción. (Que cada uno ponga los ejemplos que considere oportunos.)
      Cuando de inmediato percibo que estaría encantado de vivir en una ciudad, es porque el grado de enamoramiento es muy alto. De este tipo de ciudades he conocido muchas, y tendría grandes dificultades para decidirme por una o por otra. Si nombro entre estas Melbourne, Nueva York, Londres, Budapest, Berlín, Copenhague o Ámsterdam, lo hago a mero título de ejemplo, no por darles preeminencia sobre muchas otras ciudades que me parecen igualmente hermosas y apetecibles, aunque no se parezcan nada entre sí.
      Es evidente que he en todos los casos he puesto ejemplos de ciudades extranjeras. La razón es clara para mí, aunque no necesariamente evidente. Hay unas pocas ciudades españolas –muy pocas– de las que estaría deseando escapar cuanto antes porque me parecen feas, aburridas y carentes de ningún atractivo. Prefiero no mencionarlas para no herir sensibilidades, que andan ahora los sentimientos pequeño nacionalistas muy exaltados. (Aclaro de inmediato que no me refiero en absoluto a Cataluña, que algunos son muy mal pensados.) Hay unas cuantas más que encierran indudables tesoros arquitectónicos y bellezas naturales, pero en las que no me gustaría vivir por motivos muy diversos, en particular –aunque no solo– por la gente que las habita. De estas también prefiero callar nombres por obvias razones de discreción. En resumen, me he limitado a mencionar ciudades de allende nuestras fronteras, decisión que me parece oportuna y acertada.
       Volviendo a la razón de esta pequeña crónica, que no es otra que mi reciente viaje a los Países Bajos, diré que tiene Ámsterdam una personalidad muy acusada que se apodera de inmediato del ánimo del viajero. Cada vez que la he visitado, me he sentido como en casa desde el primer momento. Sin duda tiene esto que ver con multitud de facetas que la caracterizan: la bella quietud de sus innumerables canales; la constatación de que apenas existe tráfico rodado, pues la capital holandesa es el auténtico imperio de la bicicleta; la percepción de placidez de sus habitantes; el ruido de sus tranvías; el olor constante de marihuana que se percibe al pasar delante de cualquier terraza donde la gente, en pleno invierno, disfruta de una cerveza o de un café con pastel; el ritmo de la gente por la calle, que nunca parece estar apresurada, ni cuando caminan a buen ritmo; los pequeños cafés, animados y llenos de gente a cualquier hora del día; la heterogeneidad de construcciones que bordean sus canales, siendo casi todas ellas de una altura muy parecida –nunca por encima de tres plantas–  y siempre de colores y materiales muy diversos, lo que ofrece una rica paleta de colores; loa barcos-vivienda, que insinúan un grato y recogido reposo mecido por un suave balanceo;  el lento deslizarse por los canales de alguna que otra barcaza de carga; las bicicletas convertidas en pequeños museos o en improvisados transportes infantiles... No recurriré al manido tema de los espléndidos museos de esta ciudad –el de Van Gogh o la casa museo de Rembrandt, entre otros–; para eso ya hay muy buenas guías turísticas.
      ​Me sorprendieron dos ciudades que visitaba por primera vez: Utrecht y Maastricht. La primera –muy cerca de Ámsterdam (40 km)– se encuentra en el camino hacia la segunda. Es Utrecht, de tamaño mediano, una ciudad recoleta, tranquila, elegante, salpicada de hermosos parques y –cómo no– numerosos canales. Combina la placidez de una ciudad sin agobios, sin prisas, sin aglomeraciones, con el ajetreo y el contenido bullicio de una ciudad universitaria, todo ello inmerso en un precioso casco antiguo por el que –¡aprende, Martínez Almeida!– no hay un solo coche: solo peatones, que se mueven y disfrutan de cada centímetro de su ciudad. Llama la atención un tipo de construcción que no había visto antes en ningún otro lugar. Se trata de viviendas que se han hecho aprovechando antiguas bodegas, a todo lo largo de los canales. El techo de esas viviendas es la propia calzada de la calle. No se trata de infraviviendas, pues su decoración exterior da a entender el confort y las comodidades que albergan. Son algo así como una mezcla de barcazas de piedra y cuevas labradas bajo la calle. Un óptimo y atractivo aprovechamiento del espacio urbano.
      Y, por fin, Maastricht. Superado el anillo de barrios industriales –en los que hay edificios de oficinas, fábricas y talleres, pero no viviendas– se alcanza otra ciudad holandesa de enorme belleza. De nuevo, con un tamaño mediano, nos encontramos una urbe tranquila y acogedora, pero con el ambiente que caracteriza a toda ciudad universitaria. Coincidió nuestra estancia con la apertura del mercadillo de Navidad, que ocupaba toda la plaza de la Catedral, con cientos de puestos de venta de toda clase de comidas –sobre todo salchichas a la brasa y dulces, muchísimos dulces de todo tipo– y de esos objetos llamativos y llenos de colorido, pero perfectamente inútiles, que conforman la parafernalia navideña, bien sea ésta producto de un acto de fe, o bien se disfrute como pura celebración festiva, una especie de emulación de las saturnales romanas. No quiero olvidar el detalle de que en Maastricht tampoco había coches por el centro de la ciudad, un casco histórico prácticamente peatonal. (Algún político local de los que tenemos por aquí, alicorto y escasamente inteligente, pensaría que estos holandeses son gente muy rara.) Otra rareza de esta ciudad que es, además, un signo de inteligencia y civismo es el hecho de haber convertido una antigua catedral en una maravillosa librería: han sustituido la rémora de la fe por ciencia y literatura. ¡Bravo! Atraviesa la ciudad, con cauce amplio y majestuoso, el río Mosa (Maas en neerlandés), en su lento y majestuoso avance hacia el mar del Norte.
​
      No podía faltar, estando en Maastricht, una visita a la ciudad que, en buena medida, puede considerarse que fue la cuna de Europa: Aquisgrán (Aachen en neerlandés y alemán). Me decepcionó un poco que una ciudad tan antigua, conserve un casco histórico tan pequeño. Quiero pensar que esto habrá sido consecuencia de las dos últimas guerras, que han obligado a una inevitable reconstrucción. Pero dejo constancia de que la decepción se quedó ahí, en la periferia de Aquisgrán. El pequeño casco histórico, además de su belleza intrínseca, alberga una joya que justificaría por sí sola una visita a esta ciudad: la maravillosa catedral, en cuyo centro se encuentra la Capilla Palatina, base y núcleo del conjunto catedralicio, construida en el siglo VIII. Es tal su belleza, el equilibrio de sus líneas, la armonía de sus arcos, la riqueza de su decoración, la magnificencia de su cúpula, que uno queda extasiado y sobrecogido, sobre todo tratando de imaginar cómo se pudo conseguir semejante maravilla arquitectónica hace la friolera de 1.150 años.
      Y, ahora hace seis días, vuelta a Madrid. En ese momento, me di cuenta de cuál podía ser la maldición del viajero. ¡El regreso! Puede sonar paradójico, pues tras el cansancio del viaje, de los horarios anárquicos, del desorden de comidas, del cambio constante de alojamiento, sería lógico pensar que el regreso a casa, a la normalidad y el descanso ha de proporcionar un alivio grato. Y en cierta medida así es. Pero, por lo que a mí respecta, la vuelta a casa ha sido la peor parte del viaje. Y la respuesta es sencilla: ¡”ellos” están aún aquí!, ¡todo sigue igual! Enciendo la televisión y vuelvo a verlos y a oírlos. Son los mismos de antes. No han cambiado. Ahí están con sus frases vacías de sentido, sus mentiras, sus falsas sonrisas de colmillo retorcido. No han variado de discurso. Y he necesitado casi una semana entera para decidirme a entrar de nuevo en las redes, a ver las noticas, a escribir esta breve crónica, a convencerme de que, por mucho que me duela y por usar una expresión muy del momento, “es lo que hay”. Salgo al paso de un posible argumento que vendría a contradecir lo que acabo de decir: que en Holanda gobierna la derecha y hay un fuerte crecimiento de la ultraderecha. ¡Cierto! Pero a ese razonamiento puedo aducir que todo lo que he dicho es esta crónica es la expresión de un sentimiento de viajero, no un planteamiento de vida real. Yo no voy a irme a vivir a los Paises Bajos, y cuando estoy en Ámsterdam, no veo la tele y, por lo tanto no los escucho. Y si lo hiciera, no les entendería porque no sé neerlandés. ¡Y eso es toda una liberación!
      Afortunadamente, esta tarde he asistido a la gran manifestación por la crisis climática, y me he metido un “chute” de ánimo (iba a decir de optimismo, pero me he arrepentido). Espero tener pronto una nueva oportunidad para volver a ser, por enésima vez, un viajero contumaz e impenitente.

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