EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Idas y venidas

de un homo viator

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Barcelona, Colliure, Girona

23/5/2017

 
Nada hay más gratificante que viajar. Y si se hace en compañía de viejos amigos, el placer se multiplica. Es lo que hice el pasado 1 de mayo, cuando fuimos a Barcelona a pasar unos días con mis antiguos compañeros de estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza, allá por los años 60: Pepe Pons y Pedro Zarazaga.
Llegamos a Barcelona  –mejor dicho, a una urbanización de montaña enclavada en el municipio de Pallejà– a las 14.00h, hora exacta a la que nos esperaban nuestros amigos para disfrutar de una calçotada a modo de bienvenida a Cataluña. ¿Puede desearse mejor bienvenida que una mesa provista de unas copiosas fuentes de ensaladas y embotits (butifarra, lengua, longaniza y bull de Organyà, y una suculenta tosta de sobrasada ibicenca a la brasa como solo nuestro amigo Pep sabe preparar) para ir abriendo boca hasta la llegada de las fuentes de calçots con una deliciosa salsa romescu? Y todo ello acompañado de un buen vino de la tierra y una variedad de dulces típicos catalanes para que el café no cayera al estómago sin su buen y esponjoso acompañamiento, pues nadie, ni el café, debe sentirse solo. Ni que decir tiene que nuestra entrada en la Ciudad Condal propiamente dicha se produjo bien avanzada la noche.
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La mañana siguiente, 1 de mayo, la dedicamos al paseo lento pero prolongado para aligerar el cuerpo de los excesos del día anterior y hacer hueco para el inevitable almuerzo, al que ninguno de nosotros estaba dispuesto a renunciar. Nos acompañó un día soleado de temperatura bonancible, un auténtico regalo del clima mediterráneo. En nuestro camino hasta el Puerto Olímpico desde la Barceloneta, nos topamos con la marcha oficial del 1 de mayo, la manifestación unitaria de todas las fuerzas sindicales. Banderas, cánticos, su dosis no excesiva de reivindicación independentista, mucho orden y ningún altercado. Todo muy aséptico y civilizado. Decir que la zona del Puerto Olímpico y el Paseo Marítimo a lo largo de la Playa de San Sebastián era un enjambre de gente de toda clase y condición sería bastante acertado. Difícil distinguir entre guirirs y naturales de la zona, pues el calor hacía que la mayor parte de los paseantes se hubieran despojados de los atuendos que pueden evidenciar el origen del paseante. Torsos desnudos aprovechando cada rayo de sol, cientos de ciclistas, docenas de patinadores y, como no podía ser de otro modo, centenares de subsaharianos practicando el top manta con sus habituales mercancías, aunque debo decir que en mi anterior visita a Barcelona unos pocos meses antes, los vendedores ambulantes eran muchísimo más numerosos, por muy difícil que pueda parecer.
​El recorrido hasta el final del Paseo Marítimo, Playa de la Barceloneta, la subida hasta el Museo de Historia de Cataluña, el Aquárium de Barcelona y la llegada a la Plaza de la Odisea nos dio tiempo de sobra para anhelar sentarnos a una mesa, pedir unas cervezas y estudiar atentamente una carta que viniera a calmar lo que ya empezaba a ser algo más que ganas de comer. Nuestra elección fue, una vez más, el restaurante Elx, en el Muelle de España, que sirve unos excelentes arroces alicantinos, a los que precedieron unos deliciosos buñuelos de bacalao y unas exquisitas alcachofas a la plancha con sus taquitos de jamón para que no viajasen solas. Solo puedo opinar sobre mi arroz a banda: ¡delicioso! Tampoco puedo quejarme de la crema catalana que tomé de postre para evitar que la previsible caminata de la tarde me pillara algo desfallecido. Puedo asegurar que, al salir del restaurante tuve la sensación de que el cielo de Barcelona era más azul y el aire más suave que nunca.
Comenzamos nuestro paseo vespertino regresando hacia  el Paseo de Colón, bajo la mirada vigilante de la impresionante aleta de tiburón que semeja el edificio del Hotel W, para llegar a la antigua estación de Francia, lugar que viene invariablemente a mi memoria cada vez que pienso en Barcelona, pues es allí donde desembocaba siempre que me venía de Zaragoza en el famoso tren expreso Galicia-Barcelona, entonces conocido con el curioso sobrenombre de “el Shangai”. Nunca he sabido la razón de semejante sobrenombre y, aunque hoy día sería muy sencillo encontrar en Internet la respuesta a este interrogante, prefiero mantenerlo en mi mente en un aura de enigmático misterio. En mis años mozos, bajar del tren –aún somnoliento– y salir a la luz de Barcelona para desayunar en uno de los bares próximos un café con leche con ensaimada constituía un placer digno de dioses, aunque fueran dioses menores.
Pasear –mejor dicho, deambular sin rumbo fijo– por Barcelona o por cualquier otra ciudad, en especial si es una ciudad bendecida por un clima bonancible y una luz deslumbrante es algo que no tiene precio. Y eso es lo que hicimos a lo largo de varias horas: Carrer del Rec, Carrer de l’Espartería, Carrer de la Pescateria, un laberinto de calles umbrosas que ofrecen un grato silencio y el olor viejo de las piedras de sus edificios centenarios. Primer descanso en la Basílica de Santa María del Mar para admirar la esbeltez de sus columnas que parecen querer escapar del suelo.  Nunca fue catedral, pues fue levantada fundamentalmente con el dinero y el trabajo de comerciantes, pescadores, bastaixos (estibadores) y algún que otro noble con residencia en el barrio de Vilanova de la Mar, en aquel entonces extramuros de Barcelona, pero su porte y belleza no envidia a algunas otras catedrales góticas, aunque no esté unida a un palacio arzobispal, ni falta que le hace.
De allí, por la calle Montcada, llena de palacetes convertidos en galerías de arte, restaurantes o tiendas de moda. Entre ellos, cabe destacar el que ahora alberga el Museo Picasso. Rodeamos por la calle Princesa para llegar al antiguo Mercat del Born, sede hoy del Centro de Cultura y Memoria, que no pudimos visitar por estar cerrado por ser el Día del Trabajo. Lo conocí en un viaje anterior y reconozco que la ciudad ha hecho una excelente labor de recuperación arqueológica de la época medieval, pero manteniendo la imponente estructura del antiguo mercado, en un estilo que podríamos definir como la arquitectura del hierro. Hablando de esa recuperación histórica, quiero hacer un inciso para destacar lo que me parece un “exceso de celo nacionalista” y, por consiguiente, en una cierta manipulación interesada de la Historia, al convertir la oposición de Cataluña y de la práctica totalidad de la Corona de Aragón a Felipe V instaurador de la nefasta dinastía borbónica en España en una lucha por las libertades y por la identidad nacional del pueblo catalán. Dicha oposición no fue un rechazo de la monarquía ni una forma de manifestar un deseo de independencia –como ahora quieren hacer prevalecer los independentistas catalanes–, sino una forma de manifestar su rechazo a la supuesta –o previsible– pérdida de privilegios, lo mismo que hicieron otros territorios que, como los catalanes, apoyaron al archiduque austriaco Carlos,  emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico y rey de Hungría y Bohemia, y, desde luego, en absoluto un demócrata liberal. Lo que les ocurrió a los catalanes, aragoneses, valencianos y baleares es que eligieron el bando perdedor, y eso suele tener siempre fatales consecuencias.
​Nuestra ruta siguió luego hacia el oeste para ir al encuentro de la Via Laietana y subir por ella hasta el Palau de la Musica, emblemático edificio del modernismo catalán más exuberante, que parece integrar en su fachada todas las artes. Hemos accedido al Palau por la plaza de Lluis Millet, insigne compositor barcelonés que tuvo el dudoso honor de ser el bisabuelo de Félix Millet, uno de los autores del saqueo económico del Palau, del que sustrajo más de 3 millones de euros para “sus gastos personales”. Es un ejemplo de cómo en un pequeño reducto de una ciudad pueden quedar vinculadas a perpetuidad honra e ignominia. Tras una breve visita a su interior, grato descanso en el patio central antes de continuar la caminata.
​Nos dirigimos a continuación hacia la plaza de Cataluña para subir por el Paseo de Gracia, disfrutando de la incomparable visión de los más bellos edificios modernistas creados por Gaudí, hasta la Diagonal y, por esta vía, hasta el barrio –antiguo pueblo– de Las Corts, donde terminaría nuestro recorrido.
Al día siguiente iniciamos una excursión al país vecino. Se trataba, por mi parte, de realizar, por fin, una peregrinación largamente debida al lugar donde reposa el poeta, el maestro, el inolvidable Antonio Manchado: Coliiure. Valió la pena, no cabe duda.
Llama la atención al llegar a Colliure la poderosa fábrica de sus murallas y la fortaleza defensiva que parece todavía vigilar la llegada de ejércitos enemigos. No en balde pertenece Colliure al Rosellón, condado disputado por Franca y España y que, con su capital Perpiñán,  perteneció a España como parte integrante de la Corona de Aragón hasta casi finales del siglo XVII, al finalizar la Guerra de los Treinta Años. Curiosamente, en todos los edificios oficiales ondean hoy día la bandera de Francia y las barras catalano-aragonesas, como parte que es esta región, al menos culturalmente, de los países catalanes.
Es un pueblo precioso, que invita al paseo tranquilo por sus calles de complejo trazado medieval, con empinadas cuestas que se asoman a la bahía. En buena parte de sus calles y plazas encuentran su acomodo galerías de arte y talleres de pintores y artesanos. 
​Pero lo que buscábamos no era hacer un recorrido turístico, sino visitar la tumba de Machado. Y no es difícil. A escasos metros del centro del pueblo, comienza una calle que asciende levemente hasta la casa donde pasó los últimos días –menos de un mes– de su vida. Era la pensión Quintana, edificio que hoy parece, si no totalmente abandonado, sí inhabitado y entregado a un lúgubre deterioro que produce un cierto frío en el corazón al verlo e imaginar al poeta en una de sus habitaciones, encogido de frío –era el mes de febrero cuando llegó a Colliure– y de tristeza por la derrota y el exilio.
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En cambio, el cementerio viejo de Colliure no es triste. A mí no me lo pareció, al menos. Es recoleto, silencioso, íntimo. No hay que molestarse en buscar la tumba del poeta. Ella sale a nuestro encuentro nada más entrar en el recinto. Allí, en medio del acceso principal, como si fuera anfitrión oficial, la sencilla tumba de piedra nos recibe con un acogedor y familiar saludo de flores y bandera republicanas. Las inscripciones de la losa las conocemos todos, incluso quienes hacemos por primera vez esta peregrinación, que son, aparte de la fecha y lugar de nacimiento y muerte, los versos que escribió pensando en su partida definitiva:  
“Y cuando llegue el día del último viaje
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar”.
 Son versos que emociona profundamente leer tallados en piedra, pues pocas veces un poeta ha sentido y transmitido con tanta sencillez pero con tan escalofriante veracidad el relato de su propia muerte. Junto a la lápida vertical, una sencilla urna de cristal se encarga de recoger los papeles que los visitantes van dejando con su ofrenda personal en forma de sencillos saludos o poemas. Mientras toco la losa de la tumba, me viene a la mente el recuerdo de la propuesta hecha hace algún tiempo, no mucho, por diversos colectivos para traer a España los restos de Machado. Me digo: “¡Que ni se les ocurra, maestro! ¡Que te dejen descansar en paz! ¡Quien quiera rendirte tributo, que se acerque a Colliure, donde eres querido y respetado! ¡No permitas que los buitres carroñeros de la cosa política se disputen tus despojos! ¡Ni a Sevilla ni a Soria! Aquí estás bien, donde te acogieron cuando te quedaste solo y enfermo del cuerpo y el alma. Descansa en paz, poeta.” 
​De regreso a Barcelona, hicimos una parada en Girona, ciudad visitada en dos ocasiones anteriores pero siempre de forma rápida y superficial. Merece un largo y demorado paseo la Girona medieval, con las callejas estrechas y empinadas del Call judío, que descienden en caída casi vertiginosa hacia el río, con sus patios umbríos y sus muros de piedra, que traen a la mente la vida de aquellos ciudadanos que hubieron de huir, escapando a la furia degradante y al fanatismo destructor de los llamados reyes católicos, dejando atrás sus vidas, sus recuerdos, sus casas, sus historias…  Tiene Girona una espléndida catedral con un claustro impresionante. Curiosamente, casi pegada a la catedral, está la iglesia de Sant Feliu, cuya magnífica escalinata le da la falsa apariencia de ser ésta la catedral. Y es que realmente esta iglesia hizo los oficios de catedral antes de la construcción de la que luego vino a quitarle la categoría de templo episcopal.
En todos los viajes se encuentra uno con episodios curiosos, llamativos, y en este caso no podía faltar uno, que se produjo al pie de la escalinata de la mencionada iglesia de Sant Feliu, y que me causó un sentimiento mezclado de sorpresa, rubor y enojo, a partes iguales. Comenzamos a escuchar un creciente ruido de voces, gritos y palmas, en un principio difíciles de catalogar, pero que, poco a poco, fueron creciendo y dando cumplida explicación de su origen. Un grupo de turistas andaluces, aparentemente de la tercera edad, se habían plantado a los pies de la mencionada escalinata y, sin que viniera a cuento, salvo para dejar constancia de su “alegría hispana patriótica e intransferible” se habían puesto a cantar y bailar sevillanas, con gran estruendo de palmas, risas y olés. Ni el momento ni el lugar se prestaban a tales manifestaciones de folclórico regodeo. Pero allí estaban. Manifestando sus convicciones y orgullosos de hacer pública su musical caspa. No me cabe duda de que lo suyo era una clara actitud provocadora, pues estoy convencido que lo de cantar y bailar en la calle, para que no resulte provocador, tiene que venir a cuento. Y aquello no tenía ni pies ni cabeza.
​Dejamos el tercer día de estancia en Barcelona para una visita también largo tiempo aplazada y esperada: la Sagrada Familia, la obra póstuma e inacabada del genial Gaudí, un genio de la arquitectura y un hombre que se sintió sacudido en lo más hondo de su alma por una creciente e incontrolada fiebre religiosa. Dios se lo pagó permitiendo que muriese atropellado por un tranvía. ¡Cosas de la fe! Y es que una cosa es la imagen que todo el mundo conoce de la fachada principal de este templo emblemático de la ciudad. Y otra muy distinta es penetrar en su interior, un espacio para describir cuyo tamaño y dominio de la luz el idioma se nos queda corto de sustantivos y adjetivos. ¡Simplemente apabullante! Y la capacidad que este espacio religioso tiene para sobrecogernos no tiene nada que ver con fe o creencias religiosas; es el resultado del juego de dimensiones impensables, verticalidades imponentes, reflejos inverosímiles, luces que no se sabe de dónde proceden, sugerencias de árboles y bosques que escapan hacia las nubes en las piedras de sus columnas…  ¡Es un espectáculo imponente y turbador! Si tuviera que decir si me sobró algo, diría que solamente unas mil o dos mil personas que me rodearon constantemente con sus cámaras y móviles, tratando de inmortalizar su fugaz paso por un monumentos que, por el contrario, permanecerá allí se supone que durante siglos.
Cerramos nuestra estancia con un tranquilo paso por el bulevar que conduce al maravilloso hospital de Sant Pau, complejo hospitalario que revolucionó el concepto de la atención sanitaria y aportó modernidad, sentido común y gracia arquitectónica a un mundo, el hospitalario, que solía estar dominado por la vulgaridad y la sordidez. De allí, al barrio de Gracia, donde comimos espléndidamente en un restaurante en el que tanto el personal como su cocina resultan modernos, juveniles y divertidos, La Panxa del Bisbe, lugar que recomiendo a aquellos que lean estas líneas y decidan viajar a Barcelona. Cierre de jornada con una copa de despedida en un bar de ambiente bohemio y relajado junto a la Plaza del Diamante, con intensas resonancias literarias, en pleno corazón del barrio de  Gracia. ¡Un viaje corto pero delicioso!
Pedro
29/5/2017 13:37:53

En el viaje disfrute mucho con las visitas y los acompañantes, pero has logrado superar todo con tus comentarios. El encuentro con amigos, la hospitalidad, la visita a la tumba de Machado, la contemplación del interior de la Sagrada Familia....... Todo muy difícil de olvidar. Acabo de leerlo tras unos días muy ocupados y nada menos que me he decidido a escribir. Me va más el teléfono. Enhorabuena.


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