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Idas y venidas

de un homo viator

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De Huelva al Cabo San Vicente (1)

12/6/2017

 
     Desembocamos en Huelva a la hora de la comida tras un viaje en coche de seis horas, incluido un breve descanso en La Majada, agradable restaurante a las afueras de Mérida, donde hemos saboreado un delicioso montadito de jamón de la tierra. Uso intencionadamente la palabra “desembocamos”, pues nada distinto hemos hecho de lo que hace el Guadiana cuando llega a tierras onubenses: entregarnos en brazos del Atlántico, ese mar que rememora la fábula de Atlante, joven titán castigado a sostener sobre sus hombros los cielos separados de la tierra.
     Pido perdón por tamaña pedantería, pero de vez en cuando es preciso ser pedante como forma de contener y esconder lo que nos emociona en exceso. Y esta tierra, cuyo recorrido comienza hoy en dirección al oeste lusitano, hasta el extremo más occidental de la península Ibérica, anuncia una promesa de constantes emociones.
     Me gusta considerar las regiones geográficas alejándome de la reduccionista y asfixiante camisa de fuerza política. Ni siquiera estoy dispuesto a considerar estas bellas tierras pantanosas que se extienden hacia occidente desde Sanlúcar y abarcan las marismas del Odiel, las del río Piedras, la Flecha del Rompido, la desembocadura del Guadiana, y llegan hasta las marismas de Faro en el vecino Portugal, como integrantes de Andalucía, España o Portugal. Las aguas que han arrastrado durante milenios los sedimentos que han formado las marismas o los islotes que bordean el litoral de esta región y los vientos que han moldeado las dunas de Doñana, de Tavira o de Alvor no han necesitado cédulas de identidad ni permisos municipales o estatales para crecer a su antojo y crear los irrepetibles paisajes que diseña la arena; las aves que anidan en sus costas no piden permiso ni visados de entrada a las autoridades de ningún país;  al río Guadiana nadie le ha marcado el camino que debía recorrer, alimentando tierras para él comunes, por mucho que los hombres, a los que les gusta marcar líneas divisorias y levantar vallas (con o sin alambres de espino), lo hayan convertido en frontera entre dos países. Quiero decir con todo lo anterior, que este viaje que emprendo hoy tiene por fin recorrer unas tierras que no son andaluzas, españolas ni portuguesas, sino que conservan en su perenne e inalterable personalidad la misma identidad que tenían cuando aún no existían –ni se preveía su existencia– fronteras ni visados ni permisos de residencia ni expulsiones en caliente, cuando estas tierras eran recorridas por los tartesios o por tribus lusitanas, cuya mayor preocupación me imagino que sería obtener los alimentos suficientes para sus respectivas proles.
     Con una deliciosa temperatura de 26 o 27 grados, contemplo ahora el mar, que asoma levemente tras una línea de pinos y me planteo la conveniencia de salir a alimentar el cuerpo, relativamente cansado después de una larga jornada de coche desde Madrid, y luego darle un buen reposo. El espíritu no requiere ahora atenciones especiales; ya lo tengo bien engrasado y dispuesto.
     Hacia el Cabo de San Vicente
     Atravesamos al día siguiente la línea divisoria hispano-portuguesa por el puente de Ayamonte y, sin que nada suponga un previo aviso de cambio de país, nos encontramos rodando por la autopista del Algarve. Adoptamos la precaución de introducir nuestra tarjeta de crédito en la máquina que reconoce nuestra matrícula y nos garantiza circular por la autopista sin que nos impongan una multa. Sistema moderno, rápido y eficiente. No sé quién me decía hace poco que Portugal sigue siendo un país atrasado. Me río del atraso portugués.
     Circula la autopista por un terreno de suaves colinas dejando entrever a la izquierda, al sur, la línea del Atlántico y, a la derecha, al norte, una línea montañosa que no es sino continuación de la Sierra de Huelva, solo que los nombre de Aracena, Almonaster y Jabugo se ven ahora reemplazados por Alcoutim, Vaqueiros o Cachopo, en la Sierra de Caldeirao. Por lo demás, idéntico clima y similar vegetación. Nuestra intención es llegar en el mismo día a Sagres, en el extremo occidental del Algarve, e ir visitando puntos concretos del litoral; sin embargo, se impone una parada para descansar y dar una alegría al estómago, que a eso de las 2 de la tarde comienza a manifestar su disconformidad con una dieta prolongada.
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     Paramos en Loulé. Pueblecito encantador que nos recibe con su paseo central medio adormecido a la sombra de docenas de jacarandas de flores malvas. Están cerrando ya las puertas de su mercado municipal. Pero aún tenemos tiempo para recorrer deprisa sus instalaciones, y algunos puestos se mantienen todavía abiertos con la esperanza de recibir algún cliente tardío. Nos paramos a comprar una botellita de piri-piri, que es la salsa picante portuguesa equivalente al tabasco con que aderezan toda clase de comidas, pollo, pescado o cerdo, sobre todo cuando se preparan a la brasa. A los portugueses les encanta presumir de la enorme potencia de picante de esta salsa, aunque realmente exageran un poco, pues su fuerza no se compara con las salsas mexicanas tailandesas o indias.
     Fuera de este puesto de salsas y complementos alimentarios, solo queda ya un puesto de telas, vestidos, manteles y toda clase de tejidos con abundantes bordados, de esos que abundan en todos los mercados y mercadillos, tanto fronterizos como del interior. Llaman la atención unas imágenes de la virgen, una de Fátima (o yo doy por supuesto que tal sea la advocación) y otra de la Piedad con el hijo yacente en brazos, al que no le falta el rojo de la lanzada en el costado, profusamente orladas de una nívea fronda de flores y hojas y, a más y más, encastradas, para mayor y más respetuoso ornato, en un marco de madera oscura. No me atrevo a preguntar el precio de estos polícromos adornos hogareños pues temo que la señora perciba un innecesario toque de sorna en mi pregunta.
​     Para almorzar, nos decidimos por un sencillo y popular restaurante, Flôr da Praça, de esos que tienen mesas corridas en las que existe la posibilidad de tener que compartir comida y bebida con otros comensales, por lo general habituales del establecimiento. En un rincón una televisión que los clientes ignoran ofrece las noticias del día, mientras que las paredes, llenas de bufandas y fotografías, hablan de la afición de los dueños del restaurante por el fútbol. Manteles limpísimos a cuadros azules y blancos, sobre los que se colocan otros de papel blanco para preservar la limpieza de los de tela, nos dan la bienvenida a un menú variado, casero, sabroso y… ¡barato! Apenas nos hemos sentado y poner ante nosotros unas deliciosas cervezas heladas, colocan en el centro de la mesa una cesta de raciones de pan de hogaza y una enorme fuente de ensalada mixta, fresca y recién cortada, detalle que considero enormemente civilizado, pues junto a la ensalada se ofrece a la mano una botella de dorado aceite de oliva virgen extra del Alentejo. Luego combinamos un sargo de buenas dimensiones con unas raciones de sardinas y con unas chuletas de ternera. Quedamos saciados. Cuando estamos a punto de pedir el postre, la señora que atiende nuestra mesa nos mira con una mezcla de ironía y asombro, y nos pregunta si no nos habían gustado las sardinas. La explicación a semejante pregunta es que solo nos habían sacado a la mesa la mitad de las que correspondían a las raciones solicitadas. Hacemos un esfuerzo por no ofender el pundonor profesional de nuestros anfitriones y con ayuda de una botella de sabroso vino blanco de la tierra bien frío, aún somos capaces de comernos casi la mitad de esta inopinada ración de sardinas. La señora, afortunadamente, no se ha ofendido y nos obsequia con una amplia sonrisa y con unas generosas copas de exquisito vino de Oporto.
     No queda más remedio que dar un largo paseo para digerir todo lo ingerido. Para ello, las calles de Loulé ofrecen el espacio perfecto. Son estrechas, con un cuidado y limpio pavimento de azulejos característico de todas las poblaciones del Algarve, y dan umbrosa acogida para caminar despacio visitando aquí y allá pequeñas tiendas  de cacharros cerámicos y recoletos talleres de artesanía. En los casos en que las calles se ensanchan en demasía y permiten el acceso, a estas horas indeseado, de los rayos vespertinos del sol, los comerciantes locales han tenido la amable prevención de tender, de lado a lado de la calle, unas protectoras lonas de colores que arrojan amable sombra a los viandantes acalorados. En el centro del pueblo, lo que otrora fue palacio o convento –no tuve oportunidad de comprobarlo– se han convertido en centro cultural y sala de exposiciones. Dispone de un agradable claustro de muros enjalbegados. Desde uno de los arcos del piso superior baja el sonido de una vihuela y un laúd, que tañen dos adolescentes, probablemente alumnos de una escuela de música a la que da alojamiento el edificio.
     Ha llegado la hora de seguir camino. Es el destino del viajero que es menos trotamundos de lo que desearía y se desplaza con destino fijo y hotel reservado. Como he dicho al principio, nuestro destino hoy es Sagres, y aún queremos hacer una parada en un punto intermedio, concretamente en Silves. Dejo para el siguiente capítulo dar cumplido relato de esta ciudad y de Sagres, así como de nuestro viaje de regreso hacia Andalucía.
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Roberto Fernández
12/6/2017 19:25:15

En Sagres nos comimos una caldereta de pescado, en un bar de carretera de esos en los que nunca pedirías una caldereta de pescado, de llorar. un abrazo!


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