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Idas y venidas

de un homo viator

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Del Cabo de san Vicente a Huelva (III)

19/6/2017

 
     Planteamos el viaje de regreso hacia Huelva con una primera parada, que consideramos obligada, en Lagos. No es una consideración gratuita, pues, aun cuando hoy día Lagos se diferencia poco de otras poblaciones del Algarve dedicadas casi enteramente al turismo, tiene una importancia histórica muy destacable. Y no es solo que su existencia se remonte a épocas tan pretéritas como indicaría la presencia de los conios, pueblo de origen celta anterior a  la de cartagineses y romanos, sino que la ciudad, que fue muy activa, en el período de las grandes exploraciones marinas, en la fabricación de carabelas, tuvo el dudoso honor de convertirse, en esas mismas fechas, en un destacado centro de compra-venta de esclavos.
     ​Cuando se desciende desde la carretera hasta el puerto, Lagos ofrece la imagen de cualquier ciudad turística de la costa del Algarve: fachadas enjalbegadas de una blancura que hiere a los ojos, terrazas sombreadas por frondosas jacarandas, tiendas de recuerdos y “artesanía”, la(s) inevitable(s) iglesia(s), estas últimas en número solo comparable al de España o Italia, y las calles con el característico solado portugués de baldosines haciendo dibujos geométricos, por cierto, de una limpieza que –en eso sí hay diferencia– para sí quisieran los suelos de las ciudades turísticas españolas.
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     Es al llegar al puerto cuando nos damos cuenta de que Lagos tuvo especial importancia en los siglos XVII y XVIII, a la vista del fortín defensivo, que fue  construido durante la guerra que Portugal mantuvo con la corona española para lograr la independencia de la Casa de Austria.
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     En la misma plaza que se abre al puerto, se encuentra el edificio que albergó, desde el siglo XV hasta su abolición, el mercado de esclavos más grande de Europa. Las carabelas procedentes de África, continente al que Portugal dirigió principalmente sus exploraciones ultramarinas desde que las iniciara el infante don Henrique el Navegante, llegaban a Lagos y, una vez habían fondeado, conducían a los esclavos a la explanada que había delante del mercado y que hoy es la plaza principal, y allí hacían la distribución de los mismos para su reparto y posterior venta. Un cartel tallado en piedra en una de las paredes del edificio así lo explica:
… e no outro dia, mandou Lançarote aos Mestres das caravelas que os levassem aquele campo onde fizessem suas repartiçoes…
     Así se hizo durante varios siglos hasta casi el final del siglo XIX, en que entró en vigor la ley de abolición de la esclavitud. Cuesta trabajo imaginar la pacífica y amable apariencia del puertecito de Lagos sirviendo de escenario a la crueldad del comercio de esclavos. La consideración de lo que la Humanidad (o, al menos, parte de ella) ha ganado en algunos aspectos nos anima a sentarnos bajo un amable entoldado a tomar unas refrescantes cervezas antes de continuar nuestro camino hacia Alvor, donde haremos un alto para el almuerzo.
     Mientras degustamos nuestras cervezas, observo que a nuestro lado tenemos sentada a una familia portuguesa y que el señor, de unos 65 o 70 años, se esfuerza por hacer contacto visual con nosotros, como un primer paso para entablar conversación. Al final lo consigue, -cómo no, hablando del calor que hace, tema socorrido donde los haya–  y, a pesar de que su mujer y sus hijos ya se levantan para irse y le apuran para que nos deje en paz, pues tienen la impresión –absolutamente falsa– de que nos incomoda, el buen señor se queda un buen rato de charla con nosotros. Es evidente que quiere presumir, y con razón, de su fluido y correcto castellano. Nos cuenta que es de Lagos, según dice, “un pueblecito de pescadores, que son muy buena gente, mucho mejor que la gente de la sierra (sic)”. Nos muestra orgulloso la gorra que lleva para el sol, con la palabra Barcelona grabada en el frontal. Finalmente, tras un largo remoloneo y protestas de la familia, se despide de nosotros con profusas y continuadas frases de buenos deseos para nuestro viaje. Puedo asegurar que, durante todo nuestro recorrido he podido comprobar la delicadeza de trato y la amabilidad de la gente portuguesa, casi sin excepciones. Y es muy de agradecer el esfuerzo que hacen por comprender y hablar despacio para hacerse entender, dato a añadir al hecho de que hay un altísimo número de personas que, mejor o peor, hablan nuestro idioma, en contraste con la tradicional indiferencia, cuando no abierto desprecio, que los españoles hemos manifestado siempre por el idioma luso.
      Hecho este apunte, sigo con nuestro recorrido, esta vez de una veintena escasa de kilómetros que debemos recorrer para llegar a Alvor, distancia que, de haber hecho por mar, apenas habían llegado a los 5 kilómetros. 
     Es un pueblecito encantador, que desciende al puerto de pescadores donde hay una importante lonja de pescado y, frente a ella, media docena de restaurantes al aire libre, todos ellos con un aspecto agradabilísimo y de cuyos asadores nos llega un más que apetecible aroma a sardinas a la brasa. Esto resulta más que tentador para quien hace más de cinco horas que ha desayunado y, por supuesto, cedemos a la tentación y nos sentamos a saborear unos ricos pescados en el primer restaurantes que encontramos con una mesa libre a la sombra. ¡Sabia decisión!
     Saciado el apetito y repuestas las fuerzas, continuamos viaje para llegar a eso de la media tarde a la actual capital del Algarve, Faro, ciudad que combina con sabiduría el respeto a su historia y su tradición con la necesaria modernidad y para estar al día y cumplir su misión de capital administrativa de la región.
     Se ufana Faro en mostrar su condición de capital. Y lo hace de formas diversas. En primer lugar, con el incesante movimiento de aterrizaje y despegue de aviones de su aeropuerto, que desarrolla una actividad febril. Son incluso numerosos los viajeros procedentes de muchos lugares de Europa con destino a Huelva y a las costas onubenses que tienen más fácil y cómodo viajar a Faro que a Sevilla. Pero, claro, Sevilla… ¡es Sevilla! Y, si no, que se lo digan a los andaluces de otras provincias menos “privilegiadas”.
   Muestra asimismo Faro su preeminencia económica y administrativa en la abundancia de entidades bancarias, la prestancia de sus edificios oficiales, el lujo de algunos de sus comercios, la agitada actividad de oficinas y sedes gubernamentales... No obstante, no pierde del todo su carácter provinciano, lo que le proporciona la calma necesaria para ser, al mismo tiempo, ciudad de vacaciones. Y, por supuesto, guarda ese aire de ciudad cargada de historia con sus torres brotando, como por arte de magia, del tejado de antiguos edificios, y de ciudad adormecida junto al mar, albergando esos nidos de cigüeñas, ajenas al ajetreo del centro urbano.
     ​Por la noche, cuando nos disponíamos a dar por concluida esta visita al Algarve, nos sorprendió, en la avenida que corre paralela al puerto, un animado espectáculo de folclore popular interpretado por el Grupo Folclórico de Faro, que, con 85 años de existencia, es el más antiguo de todo el Algarve. Pudimos disfrutar de una música, unas canciones y unas danzas tradicionales, en nada parecidas a las de las regiones naturales próximas, como son Extremadura o Andalucía. Dominan en el folclore del Algarve el acordeón y los coros, mientras que los “bailadores”, en parejas o en corro y cambiando constantemente de parejas, entrelazan una gran diversidad de pasos: taconeos, pasados, corridos…, acelerando en un momento dado los pasos hasta alcanzar un ritmo frenético. Este espectáculo fue un precioso broche a un recorrido lleno de color, de gente amabilísima, de historia… ¡y de excelente comida!
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     Pero aún nos quedaban un par de paradas antes de regresar a nuestro punto de partida: Huelva. Visitamos al día siguiente un pueblecito que nadie que vaya a conocer el Algarve debería perderse. Se llama Cacela Velha, a no confundir con Vila Nova de Cacela, que es pueblo de nueva hechura a pocos kilómetros de distancia. Se trata de una aldea minúscula –apenas la iglesia en la plaza central y no más de una docena de casitas, algunas de ellas auténticas postales–  pero llena de encanto y de reminiscencias históricas muy interesantes y un fuerte, del que queda la fachada y unos cuantos muros reconstruidos, pero de escaso valor defensivo. Curiosamente es mucho mayor en proporción el cementerio que el propio pueblo, lo que parece indicar que se ha producido aquí una paulatina pero importante despoblación. Se encuentra el pueblo, pasado Tavira –población que en esta ocasión no visitamos pero que es también muy recomendable–, a mitad de camino de Vila Real de Santo António.  
     Está el pueblo como adormecido, igual que la  bicicleta de la foto. Y no es extraño, pues la bondad del clima y el rumor constante del mar cercano ejercen un placentero efecto sedante. Frente al pueblo, hay una preciosa playa en la que también sestean unas barquitas, que ni intención tienen de cruzar el estrecho canal que las separa de la flecha, típica formación que se da en estas latitudes y que no es otra cosa que una acumulación de sedimentos dejados por los ríos y por la acción marina, y que va formando una especie de mar interior y una segunda playa exterior de muchos kilómetros.
     Un letrero colocado sobre una pared de blancura cegadora nos cuenta que, entre los años 958 y 1030, en este pueblo vivió y escribió el poeta árabe Ibn Darraj Al-Qastalli. Reconozco que nunca había oído hablar de él. Pero otro cartel, hecho de mosaicos, me salva de mi ignorancia y me ofrece un tímido esbozo de la belleza de la obra aquel poeta.
       Cuando llega la aurora, duerme y guarda como avaro su perfume. 
      Cuando cae la noche, lo esparce y lo exalta.
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     ​Alcanzamos el final del día, antes de atravesar la frontera, en Vila Real de Santo António, la ciudad del Algarve menos interesante y, sin embargo, más conocida entre los españoles. La razón es, lamentablemente, obvia. Esta es la ciudad adonde llegan las huestes consumistas hispanas a hacer sus compras. Vila Real es la típica villa fronteriza portuguesa buscada por sus supuestos chollos de precios. De cada tres establecimientos en sus calles rectilíneas, tiradas a compás, dos corresponden a una tienda y la tercera a una cafetería. No es una ciudad fea; incluso tiene una plaza amplia y luminosa. Simplemente es una ciudad sin alma, pues la ha sustituido por una caja registradora.
     Afortunadamente, hemos terminado  nuestro recorrido en una tarde de domingo, lo que nos libra del suplicio de tropezarnos con las mesnadas españolas, cargadas de bolsas en una mano y con la tarjeta de crédito en la otra. Es hora de regresar a descansar dos días de playa en la zona de El Rompido, para acometer luego un recorrido, subiendo hacia el norte por la orilla del Guadiana, a fin de conocer una parte del Alentejo del interior.
       Pero eso será para el próximo post.

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