Cada lugar visitado por primera vez se convierte en un encuentro con algo desconocido –que al cabo de un par de días ya comienza a resultar familiar–; con mitos –que, en pocos minutos quedan desmontados–; con estereotipos creados y difundidos por siglos de prejuicios; con imágenes prefabricadas a través de lecturas más o menos bien digeridas… Estambul no podía ser una excepción. Incluso diría que podía ser todo lo dicho anteriormente, pero elevado a la enésima potencia, porque, en mayor o menor medida, todos hemos oído hablar de esta ciudad –no me refiero al conjunto del país, pues ello exigiría un análisis más profundo– y hemos visto películas con temas y argumentos relacionados con el mundo turco, por lo que nuestra mente se ha saturado del imaginario de una supuesta cultura turca. Que conste que en dicho imaginario no entrarían ni los comentarios de nuestro vecino Paco o nuestro colega del trabajo Pepe, que fueron de viaje de novios a Estambul, ni influiría ese bodrio literario cinematográfico que fue en su día La pasión turca, sueño delirante de Antonio Gala, que, escribiendo la novela, se imaginó a sí mismo gozando de los abundantes y absurdos coitos de Ana Belén con el guía turístico Yamam. He esperado a que pasaran 48 horas de mi regreso a España antes de escribir una sola línea de este reportaje, a fin de que mis ideas, mis vivencias, las imágenes acumuladas en mi mente, se posaran debidamente y con calma. Dice la RAE que “posarse” es el resultado de un proceso por el que “las partículas que están en suspensión se depositan en el fondo”. Es ésta una perfecta imagen del proceso de asimilación de todo lo absorbido en un viaje, sobre todo cuando uno lo realiza con mente abierta y espíritu inquieto. Aunque no renuncio a hacer alguna que otra recomendación para posibles visitantes futuros, recomendación que, además, probablemente sea de segunda mano, o sea, llegada hasta mí a través de terceros y no gracias a un descubrimiento personal, no voy a ofrecer demasiados datos prácticos sobre las cosas que estamos viendo y los lugares que estamos visitando. Creo que quien busque ese tipo de información (restaurantes, tiendas, excursiones, monumentos, horarios), podrá encontrarlos –y posiblemente más exactos y útiles que los que yo pueda dar–, con solo entrar en Internet. Yo querría hacer una exposición muy íntima y personal de las impresiones que Estambul me están provocando, volcar mis sensaciones más que mis opiniones. Después de todo, en un mundo tan globalizado como el nuestro, lo fácil es hallar información sobre casi cualquier cosa; lo que, en cambio, echamos de menos muchas veces son testimonios íntimos y auténticos, incluso si esa autenticidad puede ir teñida, en cierta medida, de un mayor o menor grado de subjetividad. ![]() Mar de Mármara Llegada al aeropuerto Ataturk Comenzaré por decir que el vuelo de Iberia fue atípicamente cómodo, rápido y puntual. En un Airbus A-320 viajábamos 32 personas. Semejante despilfarro de espacio –y de escasa rentabilidad– motivó que la compañía Iberia cancelara unilateralmente el vuelo de regreso, que iba a tener previsiblemente un pasaje igual de raquítico, y que a los viajeros del día 14 nos “calzase” en el vuelo del día 15. Afortunadamente, esto nos dio un día más de estancia en Estambul. Cuando digo afortunadamente, tengo muy claro en mi mente que hablo desde la perspectiva de un feliz jubilado, es decir, de una persona que no tiene que dar cuenta a nadie de su tiempo. ¿Entendéis ahora la lógica tremenda de que jubilado tenga la misma raíz que “júbilo”? Un aspecto curioso de este viaje es que, al llegar al país, antes de pasar el control de pasaportes, hay que acercarse a una ventanilla a “comprar” el visado. Todos sabemos que el visado es una forma de cobrar un impuesto directo, más o menos caro dependiendo de países. Pero este es el caso más descarado de visado entendido como impuesto turístico: 15 euros por poner un sello en el pasaporte sin más trámites. Nadie pregunta en esa ventanilla por las razones del viaje a Turquía ni el tiempo previsto de permanencia en el país. Lo que importa es que el viajero pague (en euros, claro). Si se viaja en un grupo de 4 o más personas, lo recomendable es contratar, dentro del mismo aeropuerto, un servicio de traslado a la ciudad en minibús. Cuesta algo más caro que un taxi, pero como para cuatro personas y el correspondiente equipaje se precisan dos taxis, el minibús acaba saliendo más barato (unos 30 euros). No vale la pena hablar de las primeras impresiones que uno va teniendo camino del hotel. Después de todo, el aspecto de la mayoría de las ciudades, entre el aeropuerto y el centro urbano, es tremendamente parecido: edificios industriales y de oficinas, zonas ajardinadas, estaciones de servicio, autovías con tráfico muy denso… En Estambul, se agradece entrar a la ciudad teniendo a la derecha el mar de Mármara, con la actividad constante de barcos pesqueros, mercantes y petroleros, y al otro lado las antiguas murallas de Bizancio, lo que confiere a la autopista un carácter diferenciador. De repente, el taxi hace un giro a la izquierda, atraviesa un arco de medio de un resto de muralla y accede como por encanto a Sultanahmet. Allí, en un cambio de decorado instantáneo, se transforma el panorama y el mundo otomano se abre ante nuestros ojos. ![]() Sultanahmet La primera visión a un tiempo sorprendente e impresionante de Estambul –y no exagero ni un ápice– la tenemos en el momento en que accedemos al centro histórico de la ciudad que fue capital de todo un Imperio: Sultanahmet. La historia parece querer venírsenos encima con la presencia abrumadora de dos monumentos que parecen vigilarse mutuamente, mirarse de reojo: Santa Sofía (o Iglesia de la Santa Sabiduría de Dios) y la Mezquita Azul. Situadas a menos de 300 metros la una de la otra, se yerguen orgullosas ignorando la actividad febril que se desarrolla a sus pies y observando con mirada displicente a los pobres gusanos que nos afanamos en torno suyo con una cámara de fotos en la mano. Hay que mirarlas con atención para saber con certeza cuál es cuál. Y eso a pesar de que Santa Sofía tiene, ni más ni menos que unos mil años más que la Mezquita Azul. Pero, en este caso, la “señora mayor” se conserva joven y se mantiene lozana; la jovencita, en cambio, hace todo lo posible por aparentar más edad para adquirir así el aura y prestigio que da la antigüedad de la que carece. Es interesante constatar que casi todas las mezquitas de la ciudad, al menos las más importantes, se construyeron imitando el estilo de Santa Sofía. Imitar es una forma de mostrar admiración. Pero, por mucho esfuerzo que ponga en su empeño el imitador, queda meridianamente patente quién fue primero, quién marcó la pauta, quién fue imitado. ![]() Casas tradicionales de madera en Cankurtaran Tuvimos un acierto incuestionable al hacer la elección de hotel (el Aristocrat), pues su emplazamiento no podía más idóneo: situado escasamente a 150 metros de la enorme plaza que separa ambos monumentos, entrar y salir de él nos permitía admirar estos dos monumentos incomparables a distintas horas del día, con diferentes luces y sombras, con diferentes colores y sonidos. No es lo mismo transitar por entre las casas tradicionales turcas de madera de las calles del distrito musulmán de Cankurtaran temprano por la mañana, cuando sólo transitan por las calles algunas amas de casa tradicionales –cubiertas de negro de pies a cabeza– y unos pocos repartidores de mercancías, que hacerlo a mediodía, con el estrépito de vendedores callejeros, o a la hora de la oración, cuando media docena de muecines de las mezquitas más cercanas dejan oír sus voces llamando a los fieles a orar, o al caer la tarde, cuando las cúpulas de las dos grandes mezquitas se pueblan de gaviotas que revolotean en torno a las cúpulas, punteando el cielo de manchas blancas en medio del silencio azulado que solo rompen con sus puntas afiladas los altos minaretes. Es realmente como transitar una y otra vez por la historia del imperio otomano. Preguntas de difícil respuesta Me preguntaban hoy mismo qué era lo que más me había impresionado de Estambul. Me cuesta mucho singularizar una respuesta única a este tipo de pregunta, destacando una sola cosa por encima de todas las demás, entre otras razones porque hay cosas que son difícilmente comparables. Si se me permite responder de forma más amplia y flexible diría que, sin menospreciar otros aspectos nada desdeñables, son tres cosas las que más me han impresionado: en primer lugar, el sobrecogedor emplazamiento geográfico de la ciudad en ese punto de encuentro entre dos continentes, con un estuario profundo, el Cuerno de Oro, y un estrecho, el Bósforo, que separa el Estambul europeo del asiático y une dos mares, el de Mármara y el Negro; en segundo lugar, los formidables contrastes sociales, que son palpables con solo asomarse a la calle, contrastes entre una modernidad incuestionable y una tradición en ocasiones aplastante; por último, la luz dorada del atardecer reflejándose sobre los edificios antiguos y las cúpulas de las mezquitas. ![]() El Bósforo Hablo del Bósforo antes que de cualquier otro lugar tan solo porque fue la primera excursión que hicimos al día siguiente a nuestra llegada. Recorrer el Bósforo es navegar en un constante asombro por la belleza que se despliega ante nuestros ojos. Durante el recorrido, el barco se va aproximando a una y otra orilla del estrecho para atracar en los distintos puertecitos donde hace escala. Casas antiguas de madera en la más pura tradición estambulí; mansiones mandadas construir por los ricos comerciantes de la ciudad siguiendo los patrones arquitectónicos europeos; palacetes de la aristocracia otomana; el impresionante palacio Dolmahbaçe, de los sultanes del siglo XIX, con sus 600 metro de fachada, los puentes que unen Europa y Asia; el incesante tráfico marítimo entre el mar Negro y el de Mármara; los centenares de pequeños barcos de pesca; los parques que parecen dormidos a ambas orillas del agua, y en los que domina el verde intenso de los cipreses; los cementerios, que, al carecer de cruces y mausoleos, apenas si lo parecen, escalando las colinas entre pinos y cedros; los restos de las antiguas murallas, que, en varios puntos del recorrido, bajaban hasta el agua para cerrar el paso a los barcos enemigos… ![]() Termina la excursión en un antiguo pueblecito de pescadores, convertido hoy día, por el milagro del turismo, en un centro gastronómico en el que el pescado es el rey: Anadolu Kavagi. Pero, antes de sentarse a la mesa a degustar una buena lubina o un espectacular rodaballo, hay que hacer un poco de ejercicio. El barco no zarpa hasta después de tres horas, lo que, además, de la comida, permite ascender, si uno tiene buenas piernas, hasta las ruinas del castillo y las murallas. ![]() Al fondo, el mar Negro Al otro lado, se puede contemplar el mar Negro, en una de las vistas más espectaculares que uno puede imaginar. Luego, el descenso se ve estimulado por el olor, que llega desde los restaurantes de la orilla del puerto, del pescado que se está asando a la brasa de madera y carbón vegetal. ![]() Es el momento de abandonarse al placer de la mesa. Sólo quiero hacer una recomendación práctica. Los restaurantes ofrecen una carta con los precios de los platos “normales”, pero, de inmediato, aparece el maitre con una enorme bandeja con unos ejemplares soberbios de las mejores piezas de pesca del día: éstos no tienen puesto el precio y están fuera de carta. ¡Nunca se debe pedir dejándose guiar por la tentación de la vista sin haber preguntado antes el precio de cada ejemplar, que es por kilos! De lo contrario, la sorpresa puede ser… ¡mayúscula! Aunque, eso sí, la calidad es también excepcional. Al regresar al puerto de Eminonu, del que partimos y al que se llega seis horas más tarde, comienza a disfrutarse del color dorado que caracteriza los atardeceres estambulíes. El piso inferior del puente de Gálata se llena de colores con las luces de neón de sus restaurantes. En el piso superior del puente, cientos de pescadores se afanan para conseguir algún pez para la cena. Nunca en la vida había visto tantos pescadores aficionados en una misma ciudad como los que invaden todos los atardeceres las orillas del Bósforo y del Cuerno de Oro. ![]() Santa Sofía Quiero hablar de Santa Sofía, y no de las demás mezquitas. Y ello por una razón evidente y apabullante. Es la más antigua. Y es la más hermosa, con diferencia. Fue el último gran ejemplo de la inconmensurable arquitectura romana. Y fue el primer gran templo del cristianismo del mundo. Fue construida en el siglo IV y reconstruida en el siglo VI. Fue iglesia cristiana; luego, mezquita musulmana; hoy, ya desacralizada, es un museo que muestra la grandeza del arte y la sobrecogedora capacidad creadora del ser humano. (Apunte práctico: al ser un museo, no hay que descalzarse para entrar, cosa que sí hay que hacer en las mezquitas.) Me pregunto a mí mismo con cierta frecuencia cómo y por qué, siendo como soy a medias entre agnóstico y ateo, siento tan profunda admiración por multitud de ejemplos de arte religioso, sobre todo en el campo de la arquitectura; cómo y por qué estar físicamente dentro de Santa Sofía me ha producido tanta y tan profunda emoción. La pregunta podría igualmente aplicarla a otros ejemplos de obras artísticas inspiradas en hechos religiosos aunque en ámbitos y modos de expresión diferentes. He contado múltiples veces que cada vez que voy a Roma, visito la basílica de San Pedro, venciendo la repugnancia que me produce el Vaticano, sólo por ver y emocionarme durante largos minutos contemplando La Pietà. Y escuchar el Mesias de Handel me transporta a cotas de emoción difíciles de explicar. Pues bien, la respuesta está en que no es lo religioso lo que conmueve mi ánimo, sino los sentimientos que subyacen a la iconografía o la intención religiosa aparente. En La Pietà, veo el dolor inmenso, insoportable, de una madre que tiene en los brazos el cuerpo destrozado, macilento, del hijo muerto; cuando escucho el Mesías, jamás se me ha ocurrido pensar en la vida de Cristo, sino que son la riqueza expresiva de la orquesta y los coros, la profundidad del fraseo, la sutileza de los solos los que consiguen emocionarme; en el caso de Santa Sofía, lo que deja el ánimo suspenso y provoca una admiración profunda no es que la grandiosidad del edificio se deba a un impulso de fe religiosa, sino que el hombre, con las armas de su inteligencia y su sensibilidad, fuera capaz de vencer la ley de la gravedad y, con los conocimientos y los medios de los que disponía en el siglo VI, elevar con tanta elegancia a más de 55 metros de altura unas paredes altísimas y una cúpula inmensa, como si tuvieran la levedad del papel. Nadie debería dejar de ver esta joya de la arquitectura y de sentirse anonadado en medio del espacio inmenso de su interior, tanto en la planta baja como desde la altura impresionante de la nave superior. No voy a hacer un catálogo pormenorizado de la riqueza de los materiales –mármol verde de Tesalia, pórfido de Egipto, roca negra del Bósforo, oro y piedras preciosas para los mosaicos– con que se construyó y decoró. Eso puede encontrarse en cualquier guía turística. Pero insistiré en afirmar que sólo el placer de ver y sentir tanta belleza justificaría hacer una visita a Estambul. ![]() Mencionar de pasada la Mezquita Azul no es tratar de desmerecerla, ni mucho menos. Vale la pena hacer una visita, sin duda. Pero el mérito arquitectónico es menor. En primer lugar porque su construcción se realizó mil años después que la de Santa Sofía, o sea, que se disponía de un modelo y de otros medios e instrumentos de construcción. En segundo lugar, las cuatro columnas principales sobre las que se asienta la cúpula son mucho más anchas y dan una mayor sensación de tosquedad. Aun así, es una visita obligada, al igual que la pequeña Santa Sofía, que se encuentra escasamente a diez minutos caminando desde la Mezquita Azul, entre ésta y el mar de Mármara. Es una joyita del siglo VI cuyas paredes, lamentablemente, fueron recubiertas de yeso en su restauración. Con todo, la mezquita y los edificios que la rodean –una antigua residencia de derviches y una madrasa, convertidas hoy en un centro de artesanía islámica– constituyen un rincón lleno de silencio y paz. ![]() Palacio Topkapi Otros lugares de visita obligada Decía al principio que no quería hacer de guía turístico. Me reitero en mi planteamiento. No obstante, me parece obligado, al menos, mencionar aquellos lugares que han resultado más interesantes en nuestra visita y que nadie debe perderse. En primer lugar los dos palacios principales de Estambul: Topkapi y Dolmahbaçe, el primero del siglo XV y el segundo, a orillas del Bósforo, del siglo XIX. El palacio Topkapi (que significa “de la Puerta Redonda”) está construido partiendo de los esquemas palaciegos de la cultura islámica otomana: acceso a través de un pabellón de recepción para eventos oficiales; jardines y pabellón del sultán; alrededor, los pabellones auxiliares (administración, bilbiotecas, cocinas, servicios…) y, en un lateral, el pabellón del harén. ![]() El palacio Dolmahbaçe tiene, tanto en los edificios como en los jardines, un estilo arquitectónico de corte claramente europeo, casi versallesco, eso sí, con unas dimensiones absolutamente brutales. Una lección que se saca de la visita a los palacios es que, aparte de cualesquiera otras consideraciones, la cultura islámica –otomana, árabe o bereber– era mucho más higiénica que la cultura cristiana, donde la roña prevalecía por encima de la limpieza y por debajo de la ropa. Está claro que los turcos supieron añadirle un componente placentero al acto de aseo, con lo que convirtieron la higiene en algo gustoso y apetecible. Los cristianos confundieron la suciedad con la virtud, y así debía ir la pobre pituitaria de la gente durante siglos. Claro que dicen que a todo se acostumbra uno. La visita al primero de los palacios se realiza de forma individual, mientras que el segundo hay que recorrerlo formando parte de un grupo, o bien en turco o en inglés. Creo innecesario aclarar que nosotros elegimos la segunda opción. ![]() Calle Istaklal Opino que vale la pena visitar el barrio de Beyoglu, la zona comercial y residencial que se extiende al otro lado del puente Gálata. Es evidente que no tiene el encanto especial de la zona más islámica y monumental de Sultanahmet, pero tiene edificios valiosos y, sobre todo, reúne suficiente historia como para permitir hacerse una idea más completa del variopinto panorama social de la ciudad. Voy a contar el recorrido que nosotros hicimos. Es una excursión que puede resultar un poco agotadora, pero si se toma con calma y tiempo, vale la pena intentarla. Fuimos en tranvía desde Sultanahmet hasta el final del trayecto –parada Kabatas–punto desde el que también se puede llegar cómodamente al palacio Dolmahbaçe, a escasos 500 metros. Desde la parada de Kabatas, hay que subir, siguiendo los carteles que indican la dirección de Taksim, pasando por delante del estadio del Besiktas. Es una subida pronunciada y bastante larga (dos o tres kilómetros) hasta la plaza Taksim, que está en lo alto de una colina. Pero el ascenso nos permite tener unas vistas excelentes del Bósforo y ver los barrios donde vivía la burguesía estambulí de los años 60 (sigue siendo una zona residencial, como se dice ahora, de alto standing). Mirando los edificios de esta zona, recordaba algunos pasajes de la obra autobiográfica del gran escritor turco Orhan Pamuk, Estambul. Ciudad y recuerdos, cuando cuenta cómo, de niño, se asomaba a la ventana de su cuarto para ver los barcos que pasaban por el Bósforo, procedentes del mar Negro o del mar de Mármara. A llegar a la plaza Taksim, surge de repente una multitud abigarrada y colorida de gentes que no parecen ir a ninguna parte en especial. Simplemente, se mueven. Entran y salen de los comercios; suben y bajan de coches y autobuses; compran y beben zumos de naranja o de granada; parecen extras de una película que se estuviera rodando incesantemente. De Taksim, hay que bajar por la calle más comercial de Estambul: la calle Istiklal, una especie de calle Preciados, por supuesto peatonal, que desciende hacia el mar, al principio del Cuerno de Oro. ![]() Torre Gálata Desde el final de la calle Istiklal hasta la Torre Gálata, hay que atravesar una zona de callejas que pueden parecer bohemias o simplemente sucias y mal pavimentadas, depende del humor de cada uno: tiendas de instrumentos musicales tradicionales, pequeños talleres de artesanía, exposiciones callejeras de pinturas que aún no gozan del marchamo de obras de arte, perros callejeros…, todo ello conforma el decorado de una serie de calles que uno se pierde si decide hacer este tramo usando el funicular subterráneo. Luego, se puede subir a la Torre para ver el panorama de la ciudad desde la mejor atalaya posible o limitarse a admirarla desde abajo. ![]() Lo que nadie debe perderse es tomar unos baclavas –los mejores de la ciudad– con limonada natural, como la que hacían nuestras abuelas, y un auténtico té turco en uno de los establecimientos más agradables y cómodos de la zona, Karakoy Gulluoglu (KatlI Otopark AltI Karakoy), en la calle de detrás del embarcadero. Si hemos hecho todo este trayecto a pie, seguro que de aquí nos iremos a descansar hasta el día siguiente, eso sí, satisfechos de todo lo visto. ![]() Vista desd el Café Pierre Loti No se puede dejar de visitar un lugar hermosísimo y emblemático: el Café Pierre Loti: situado al final del Cuerno de Oro sobre una colina a la que se abraza un inmenso cementerio, el conjunto de café, hotel y restaurante que corona este montículo es un lugar perfecto para tener una visión espléndida de todo el Cuerno de Oro –con su constante trajín de barcos pesqueros y ferries– y, sobre todo para disfrutar de la más hermosa puesta de sol sobre Estambul que cabe imaginar. Al café se sube mediante un funicular que está al lado del embarcadero de Eyup, unido a Eminonu por ferry. Pero se puede llegar en taxi por unos 6 o 7 euros. El restaurante es el único de tradición islámica, o sea, que no se sirven bebidas alcohólicas y hay que comer con agua o refrescos. ¡El que avisa no es traidor! ![]() Para comprender mejor la historia de la ciudad hay que visitar la Cisterna Basílica, escasamente a cien metros de Santa Sofía. Parece ser que, en tiempos del Imperio de Bizancio llegó a haber hasta 60 cisternas subterráneas en la ciudad. Esta era la mayor y probablemente la única que se conserva en estado visitable. Es un lugar impresionante, como una catedral subterránea de casi 10.000 metros cuadrados de superficie, sostenida por columnas con capiteles jónicos y corintios, y capaz para contener más de 80 mil metros cúbicos de agua, en la que siguen viviendo gran cantidad de peces. Nadie sabe cómo ni cuándo llegaron a la Cisterna, pero allí están, viviendo en las oscuras entrañas de la ciudad. La base de dos columnas del final de las Cisternas tiene el rostro tallado de Medusa, personaje mitológico al que no se podía mirar de frente, pues quien lo hacía quedaba petrificado al instante. Parece evidente que estas columnas, y por lo tanto estas bases de piedra, fueron reutilizadas de otros edificios anteriores. Pero los constructores tuvieron buen cuidado de colocar la Medusa de la base boca abajo o de lado para que nadie corriera el riesgo de mirar de frente a este monstruo femenino… y, quién sabe si por ello, peligroso. ![]() Gran Bazar Bazares y compras Esta es una sección que, con toda seguridad, no es preciso recomendar. No importa de qué lugar del mundo se trate; a los turistas españoles siempre se les acaba encontrando en tiendas, bazares o puestos ambulantes comprando lo que sea, no importa, el caso es comprar. Es algo así como una necesidad compulsiva e incontrolable. Estambul no podía ser menos. Para eso tiene el Gran Bazar y el Bazar de las Especias, uno a continuación del otro como quien dice. Pero, además, todo Estambul es un bazar. Todo turco (o todo estambulí, por lo que yo he podido constatar) lleva un vendedor dentro del alma. Y un vendedor ciertamente insistente, aunque sin llegar a la obstinación de los vendedores más inasequibles al desaliento, los marroquíes. Recorriendo las calles de Estambul, uno tiene la sensación de que, al menos la mitad de los habitantes de la ciudad son vendedores, o reclamos de algún comercio o restaurante. Y todos parecen bilingües, pues son capaces de decir las frases justas en varios idiomas, aunque luego sean incapaces de seguir una mínima conversación sobre un tema distinto, por sencillo que sea. Comprobé que la forma más sencilla de superar la cadena de vendedores obstinados era hacer como que no entendía ninguna de las lenguas en las que se dirigían a mí: inglés, español, italiano y, a veces, francés. Viendo mi gesto de incomprensión en las 4 lenguas habituales, se daban por vencidos y me dejaban en paz. Debo reconocer que llevo bastante mal la presión de los vendedores y que, por supuesto, detesto la cultura del regateo. Me parece un hábito idiota e inútil con el que, en vez de conseguir gangas, hacemos una de estas dos cosas: acabar pagando más de lo que vale el artículo adquirido, creyendo, además, que somos muy listos; o comportarnos como auténticas sabandijas tratando de explotar a un pobre vendedor por ahorrar un par de euros, que luego gastamos alegremente en cualquier tontería. En todo caso, el tiempo dedicado al regateo es siempre un tiempo desperdiciado que podríamos dedicar a otras cosas más entretenidas o útiles. Pudo tener su razón de ser en otras épocas y lugares, como medio de interacción social y como forma de pasar el rato. Yo tengo cosas más interesantes que hacer, incluso no haciendo nada. Sociedad Estambul tiene una sociedad absolutamente heterogénea. Recorriendo la ciudad, me preguntaba constantemente si los estambulíes –insisto una vez más en que no puedo hablar de Turquía, sino de Estambul– son otomanos que se esfuerzan por ser y parecer occidentales, o si, por el contrario, son europeos que se esfuerzan por mantener su cultura otomana. O si ambas codas coexisten. Creo que es difícil encontrar otra ciudad en la que convivan de forma más armónica y natural las familias islámicas más ortodoxas con las familias más occidentalizadas; el hiyab, el chador, el niqab y el burka conviven con la minifalda y el pelo teñido de rubio; el sonido del muecín llamando a la oración coexiste con la música más cañera; las familias de estricta obediencia islámica con las que envían a sus hijos adolescentes a escuelas secundarias mixtas; los fieles asisten regularmente a las mezquitas, peor la gente no ve ningún mal en que en el 90 por ciento de los restaurantes se sirvan libremente bebidas alcohólicas… Sólo el tiempo dirá si Turquía mantiene esta vía de convivencia o si una de las dos culturas y formas de entender la vida –la europea occidental o la islámica otomana– adquiere preminencia sobre la otra. FOTOS DE LA SOCIEDAD ESTAMBULÍ Recomendaciones a pesar de todo Pese a lo dicho en un principio, voy a hacer unas pocas recomendaciones basadas en mi experiencia personal. Algunas de ellas proceden de recomendaciones que me hicieron amigos que estuvieron en Estambul antes que yo, y que agradezco profundamente. Buscando la dirección en Google Maps es sencillíisimo llegar a estos lugares. ![]() Café Adonin Alemdar Mh., 34110 Restaurante con muy buena relación calidad-precio. El dueño es turco y su mujer, española. El kebab de pollo y cordero, servido en olla de barro cerrada y quemada, digno de repetición. ![]() Restaurante Pasazade Ibn-i Kemal Caddesi Excelente comida otomana. Lugar acogedor. Relación calidad-precio, excelente. Servicio, inmejorable. Tiene un riquísimo vino de la casa, de Anatolia, por 30 liras la botella (alrededor de 13 euros). ![]() Restaurante Pandeli ¡Todo un hallazgo! Difícil de encontrar si no nos lo recomienda nadie. Está justamente a la entrada del Bazar de las Especias, entrando por la puerta que da frente al mar (puente Gálata). Nada más entrar al Bazar, a mano izquierda, unas escaleras empinadas con mosaicos conducen al restaurante. El pescado del día al papillote es excelso. Tardan 20 minutos en prepararlo y es siempre pescado del día. ![]() Armaggan Nuruosmaniye Cad. No:65 Es un centro comercial orientado al diseño artesanal. Tiene cinco plantas, cada una de ellas dedicada a un sector distinto: moda, joyas, muebles, galería de arte… No se trata de ir allí a comprar (los precios son prohibitivos) sino de ver la calidad del nuevo diseño turco. ¡Impresionante! En la cuarta planta, hay un restaurante estupendo, a precios totalmente normales. La clientela, turca tirando a pija y extranjera. Pero vale la pena tomar allí un almuerzo de comida otomana u occidental. Es otro aspecto de Estambul que hay que conocer. ![]() Hotel Aristocrat Dalbastı Sokak, 34400 Aquí nos alojamos. Ubilcación privilegiada. Quince habitaciones muy cómodas y limpias (TV, minibar, aire acondicionado, baño completo, cama tamaño plaza de toros). El desayuno, incluido en el precio, sin ser el no va más, es muy aceptable. La gente que gestiona el hotel es encantadora y muy servicial y están en todo momento a disposición del cliente para darle todo tipo de orientaciones. Organizan el traslado al aeropuerto. Excelente relación calidad-precio. ¡¡¡Muy recomendable!!! Por último, nadie debe dejar la ciudad sin darse un lujo asiático a precio asequible: un baño turco, con exfoliado y masaje… ¡un gustazo! Hay varios hammam conocidos. Nosotros fuimos al Hammam Cagaloglu, del siglo XVII. Pero también es recomendable el Cemberlitas. Y, entre Santa Sofía y la Mezquita Azul, hay un hammam recién restaurado, Haseki Hurrem Sultam Hammami. Tuvimos oportunidad de visitarlo por dentro y es realmente espectacular la restauración que han realizado. Este hammam es alrededor de un 30% más caro que los otros. Espero que estas líneas sirvan de ayuda a quien se plantee visitar Estambul y de agradable recordatorio a quienes ya conozcan esta maravillosa ciudad. Comments are closed.
|