EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Idas y venidas

de un homo viator

Hong Kong, un gigante con un futuro incierto

10/10/2010

 
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Pasados ya cinco días desde nuestro paso por Hong Kong, creo disponer de suficiente perspectiva como para contar mis impresiones sobre esta ciudad (¿mini-nación?, ¿región?, ¿territorio?) sin sentirme contaminado por su presencia abrumadora.

Si me centro en las sensaciones que Hong Kong ha dejado en mí, puedo afirmar de forma rotunda que, aun teniendo algunos parajes no carentes de belleza natural, y contando sin duda con  ciertos aspectos de interés innegable, si un día desaparezco, nadie deberá perder el tiempo buscándome allí. Jamás viviría en Hong Kong por voluntad propia. Alguien podría preguntarme la razón para afirmación tan tajante, pues hay lugares en la Tierra mucho más inhóspitos y desagradables, con peor clima, más alejados de las grandes rutas de comunicación. En tal caso, mi respuesta sería que Hong Kong es tremendamente artificial y carente de autenticidad. Hong Kong me ha parecido, en su zona rica y turística, un enorme bazar lleno de luces y ruido, pero un bazar al fin y al cabo; en cambio, su zona pobre e inexistente para el turista, es un amasijo de pobreza habitado por seres explotados sin esperanza de futuro. Pese a ello, sus habitantes, sobre todo los que tienen una posición económica desahogada, se sienten muy orgullosos de su tierra y de su estatus diferencial dentro de una China a cuyos habitantes miran por encima del hombro, como si fueran seres inferiores.
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Recuerdo que hace unos años (muchos o no tantos, según se mire), antes de que los británicos cedieran su soberanía sobre estos territorios, los habitantes de Hong Kong se sentían “muy chinos” por un sentimiento de despecho y rechazo frente al colonizador occidental. En la actualidad, liberados de los británicos, miran a sus compatriotas del continente y se sienten “muy británicos” o, cuando menos, “muy occidentales”, y adoptan ante ellos una actitud de superioridad y prepotencia que no tiene otra justificación que el hecho de disfrutar de un nivel de vida superior. Naturalmente, eso durará lo que tarde en producirse en el resto de China la eclosión económica definitiva. Y eso está a punto de producirse. Hong Kong carece del mínimo medio de producción. Es un gran centro de intercambio de mercancías de todo tipo, un lugar de intercambio donde se compra y se vende cualquier cosa, pero donde no se fabrica nada. Hong Kong es incapaz de producir ni siquiera las lechugas o las patatas que consumen sus habitantes; debe importar absolutamente todo: leche, huevos, carne, harina, fruta… De ahí que el sector más próspero es el del transporte marítimo, que maneja decenas de miles de contenedores diarios. Pero eso no aporta riqueza. Su mayor fuente de ingresos proviene del turismo, un turismo que siempre ha acudido allí en busca de gangas comerciales. Pero esas gangas ya apenas existen. Ahora están al otro lado de la frontera de la China continental. El día que los turistas se den cuenta de que Hong Kong ya no es lo que era y dejen de visitarlo masivamente, se estará poniendo en marcha el principio del fin (aunque quien escribe y quien lee estas líneas no lleguen a conocerlo).

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Es evidente que la parte de la isla principal constituye la zona de mayor belleza paisajística, además de ser el lugar donde más y mejor se conservan los elementos de la cultura británica: grandes mansiones construidas durante el apogeo económico de la colona, en la ladera de la montaña mirando al mar; el gran hipódromo, donde se celebran carreras todas las semanas y donde los habitantes del territorio (varones, por supuesto) se dejan millones de dólares en las apuestas, otro rasgo heredado de los británicos; varios colegios para los hijos de las élites económicas (bilingües y, naturalmente, con predominio del inglés); campos de cricket… En la cima de la montaña que domina la islam el Pico Victoria, precioso mirados desde el que se disfruta de una vista impresionante de todo Hong Kong. En la costa, el puerto de pescadores donde en otros tiempos se amontonaban las barcas-vivienda que daban al territorio su aspecto más reconocido. Un paseo en sampán permite descubrir que ya no quedan apenas barcos-vivienda, entre otras razones porque afeaban el aspecto de Hong Kong. En medio de la pequeña bahía, un gran restaurante flotante vistosamente adornado de colores trata de seguir aportando la pincelada pintoresca que el viajero espera en aguas de Hong Kong. Por supuesto, aquí y allá alguna que otra familia de pescadores. Y, por supuesto, la flotilla de sampanes cargados de turistas cámara en mano dispuestos a captar la “imagen definitiva”.
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En la parte de la ciudad que se asienta en el continente, se encuentra el barrio de Kowloon. Su interés radica más en lo que fue que en lo que es, una fortaleza inexpugnable formada por un amontonamiento de casas arracimadas y tan pegadas las unas a las otras que, según dicen, apenas dejaban pasar la luz del sol. Los bordes exteriores de Kowloon están ocupados ahora por una serie de hoteles de lujo, entre los que sobresale el famoso Hotel Peninsula, construido por en la época de la administración británica, con su flota de 13 Rolls Royce preparados para trasladar a sus clientes VIP. En el centro del barrio, un bellisimo templo con jardines esmeradamente cuidados, pero otro templo al fin y al cabo. La calle principal, Natahn Street, que como en todo el resto del territorio siguen manteniendo sus nombres ingleses, incluso los relacionados con la monarquía (Queen Elizabeth, Prince Edward…), acoge miles de establecimientos comerciales, sobre todo joyerías y tiendas de electrónica y fotografía, donde a precios de Europa, descontando los impuestos, le venden a uno productos de marca, que, en algunos casos, pueden ser falsificados, lo que significa que, en caso de fallo (bastante posible),  uno se ve privado de la posibilidad de echar mano de la garantía. El propio guía que nos acompañó (Honorio, ocho años de estancia en la Cuba de Batista, con conversión al catolicismo incluida) nos dijo que una buena parte de las tiendas están regentadas por mafias y que había que tener mucho cuidado a la hora de hacer compras en ellas. En las calles adyacentes toda clase de restaurantes, y más tiendas, y más restaurantes, y más...
A partir de cierto punto de Kowloon hacia el interior, los edificios se convierten en feas y amontonadas torres de viviendas del gobierno. En cada apartamento, de unos 60 metros, conviven varias familias, una por dormitorio, compartiendo cuarto de baño y cocina. Aquí comienza el Hong Kong que ya no tiene el menor glamour. Atrás queda el Hong Kong de los pijos millonarios.  Los hijos de los pijos se dejan ver, locuaces y gritones, en su ostentación. Una tarde, hacia las 8 o las 9, nos sorprendió una cola de jóvenes chinos de ambos sexos y de entre 20 y 30 años delante de una tienda muy elegante: Chanel. Una empleada abría la puerta para dejar pasar a dos o tres nuevos clientes cada vez que otros tantos abandonaban el establecimiento. Dentro, una marejada imparable de compras. Un par de horas más tarde veíamos una cola similar delante de lo que parecía un restaurante de moda: un japonés especializado en sushi. En la China continental, los restaurantes japoneses tienen escasas posibilidades de éxito por evidentes razones históricas. En Hong Kong parecen haber olvidado el cruel bombardeo de Kowloon realizado por la aviación japonesa. Los cachorros de la burguesía hongkonesa tienen los mismos gustos que los cachorros de la burguesía británica, pero con mucho más dinero y menos rubor a la hora de dilapidarlo públicamente.

Por curiosidad, entramos a visitar un mercado popular de Kowloon. Era un mercado donde esa sociedad olvidada y arracimada en viviendas compartidas hace sus compras de verduras, carne y pescado. Lo exótico de los colores y olores surgía ante los ojos como tratando de ocultar la realidad de suciedad y falta de higiene. En un momento determinado, cuando pasábamos entre una verdulería y una carnicería, una rata de considerables dimensiones pasó por delante de nosotros sin guardar el menor protocolo. Lamentablemente, no tuve presta la cámara para registrar tamaña experiencia.
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Otra visita curiosa fue el mercado de los pájaros. No es que la cantidad, disposición y variedad de las jaulas y sus ocupantes fueran muy distintas de las que uno puede encontrar en mercados semejantes de otras zonas de Asia; pero dos datos, uno relacionado con las personas y otro con los pájaros, son dignos de ser resaltados en relación con esta visita. El primero es un dato sociológico. En Hong Kong (desconozco en qué medida ocurre en otras partes de China) es el padre de familia, en especial si se trata de un jubilado, quien se encarga del cuidado del pájaro de la casa. Además de limpiarle la jaula y comprarle la comida, por la mañana lo saca de paseo (vimos a varios señores con su jaula en la mano), compra el periódico y se va a leerlo a un parque, donde cuelga la jaula para que el pajarito escuche a sus congéneres y disfrute del aire y la “compañía” de otros pájaros. Luego, regresa a casa jaula en mano. El segundo dato, procedente de la observación tiene que ver con los propios pájaros y constituye toda una metáfora del sentido de la vida. En el mercado hay cientos de jaulas con los pájaros más exóticos de los tamaños y colores más variados. El mercado es en sí mismo una sinfonía de cantos y gorjeos. Junto a las jaulas, en los puestos, hay a la venta toda clase de comida para aves: alpiste, cañamones, pipas de girasol, saltamontes y gusanos vivos, en fin, cuantos productos constituyen el catálogo de la gastronomía ornitológica. Y mientras la aristocracia pajaril vive encerrada en la dorada cárcel de sus jaulas, en el exterior, miles de gorriones –el proletariado y lumpen del mundo de las aves– entran, salen y se mueven libremente por todo el mercado llenando sus barrigas de todas las exquisiteces que se caen de los puestos y que llenan el suelo. Y lo hacen gozando plenamente de su libertad. ¡Todo un símbolo de vida!

Al día siguiente, cuando íbamos en el minibús camino del aeropuerto para volar ya hacia Melbourne, nuestro amigo Honorio, el chino convertido al catolicismo y ferviente defensor del sistema capitalista, nos iba recitando los datos más sobresalientes (en opinión de un hongkonés) de su país-ciuda-territorio: aquella torre, con tantos pisos de altura y tantos metros, la más alta de China;  el famoso puente que une las dos orillas de la bahía y que mide 2,2 kilómetros; el parque Disneyland (en este caso tuvo que decir el más pequeño del mundo), visitado por tantos millones de personas al año… Una letanía que, lejos de impresionar nuestra mente, nos hacía pensar en lo agradable que resultaba pensar en la proximidad de nuestra llegada a Australia. Al fondo, el aeropuerto y, aterrizando en ese momento, un gran Boeing 747-400 de Qantas, probablemente el mismo en el que íbamos a subirnos en menos de dos horas. Ya sólo nos quedaba tomar en el aeropuerto nuestro último desayuno en China. Eran las 8 menos cuarto de la mañana del 5 de octubre de 2010. Hacía 14 días que habíamos llegado a China.

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