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Idas y venidas

de un homo viator

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La vuelta a La Trobe

17/10/2010

 
Y llegó mi primer día “de trabajo”. A las 11 de la mañana tenía que estar en el despacho de Ana María Ducasse, la jefa del programa de Español (que ahora ya no es un Departamento), a la que conocí cuando era una niña de unos 12 años, pues su padre era el catedrático de Español de otra universidad “competidora” de la nuestra, la Universidad de Monash. Mi seminario sobre la situación sociopolítica de España debía dar comienzo a las 12 en punto.
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La visita a La Trobe iba a ser –y yo lo presentía– otro momento de una enorme carga emocional. No en balde pasé en ella la mayor parte de mis cinco años como profesor de lengua y literatura, pues durante los dos primeros cursos en que fui allí profesor, además de las horas dedicadas a la enseñanza y al contacto con los alumnos, Maite y yo (y poco después de comenzar el primer curso, Érica) vivimos en dos colegios mayores, Chisholm y Glenn, donde yo era profesor-residente.

Fuimos en el coche de Peter Gerrand y tardé bastante en darme cuenta de que habíamos llegado a la entrada de la universidad. La frondosidad y altura adquirida por los árboles del campus hacen casi irreconocible el lugar al cabo de tantísimos años. Fue Maite quien me dijo: “¡Mira, Miguel, los flats!” (los apartamentos donde vivimos el último año antes de comprar nuestra casa de Bundoora). Efectivamente, los apartamentos construidos en 1974 para alumnos y profesores en el exterior del campus estaban a nuestra espalda y yo no era capaz de reconocer un lugar, concretamente un cruce de calles  que había atravesado diariamente durante más de un año para ir a mis clases…

Después de dejar el coche en el aparcamiento, descendimos a los edificios de Humanidades atravesando en Colegio Mayor Chisholm. Y aquí volvió a brotar de golpe la emoción. Por el mismo camino que bajábamos ahora, que en este caso no ha cambiado en absoluto, el 26 de julio de 1973, a primera hora de la mañana, bajábamos Maite y yo a nuestro apartamento del colegio. Maite llevaba un maletín de ropa, y, en los brazos, yo llevaba un ser diminuto que iba a ser el principio del cambio radical de nuestras vidas: Érica. Y 37 largos años después, podía recordar y revivir el sentimiento de entonces, una curiosa mezcla de orgullo, inquietud, alegría y miedo.

Atravesamos el puente que une Chisholm con el edificio de Humanidades por encima del foso, o falso canal, que rodea el campus y allí, en la puerta de acceso al edificio regresó la emoción: aquella puerta la había abierto cientos de veces para entrar en el departamento de Español. Los pasillos, la moqueta, las luces, el color de la madera de las paredes, hasta el olor, eran los mismos. Pasé por delante de un mostrador donde, en mi época, estaban las oficinas del Departamento de Español y, tres puertas más adelante, la puerta del que fue mi despacho. Y de repente, comenzaron a desfilar por mi mente toda clase de situaciones y rostros de alumnos y colegas…  Pero la gran sorpresa estaba aún por producirse: al final del pasillo donde hace 31 años terminaba el edificio –pasillo que ahora se prolonga en un nuevo edificio (Humanidades 2) –, justo al lado del ascensor y clavado firmemente sobre la pared, seguía, como desafiando al tiempo, el cartel anunciador de La doble historia del doctor Valmy, de Buero Vallejo, que el grupo de teatro El Tragaluz, que formé con alumnos del departamento, puso en escena en mayo de 1974 en el Teatro de Menzies College.

Creí que ya me había repuesto de todas las emociones, pero aún quedaba otra grata sorpresa: la profesora encargada de la sección de Historia Europea, la portuguesa Isabel Moutinho, me recordó que fui el encargado de entrevistarla cuando llegó a la Universidad de La Trobe  solicitando un puesto de profesora ayudante de español y portugués. Por supuesto, le dieron el puesto y allí sigue. Debo admitir que, según ella misma me dijo en la comida posterior al seminario, casi no me hubiera reconocido (sin barba ni pelo) a no ser por la voz y por la forma de mover las manos al hablar. Esto también contribuyó a recordarme –no de forma necesariamente desagradable– el paso del tiempo.

Llegaron las doce y comenzó el seminario. Asistieron alrededor de una treintena de estudiantes de español y de historia de Europa, y profesores de ambas asignaturas. También se presentó de forma totalmente inopinada la que fuera secretaria del Departamento de Español de mi época, la boliviana María Eugenia, ya jubilada, que había sido advertida de mi presencia en La Trobe y quiso venir a saludarme y a escuchar la conferencia. Por supuesto, aparte de los asistentes mencionados, allí estaban Maite, Pep y Antònia, y alguien cuya presencia  me causó gran alegría, Natichu, que fue alumna mía entonces, que es una magnífica y queridísima amiga ahora y que, además, es hija de un gran amigo y compañero, Chema Sangiau, al que estuve recordando todo el tiempo. Durante los 55 minutos que duró la charla y los 15 de la animada sesión de preguntas y respuestas me sentí como en otros tiempos: dirigirme a una audiencia de estudiantes universitarios es una de las experiencias más gratificantes que conozco.

Antes de ir a comer, tuve el placer de entregar unos libros que le había traído de España a Meredith Wrigley, la flamante ganadora del “I Premio Miguel Valiente”, que le fue otorgado el pasado mes de julio. Cerramos esta emotiva jornada con un almuerzo en el comedor de Glenn College, que también nos trajo muchos recuerdos, pues en él vivimos Maite, Érica y yo un año. Y en él tuvimos una gata, Luna, que parió un montón de gatitos en una caja dentro de un armario. Y, por hoy, basta de sentimientos. A partir de este momento prometo pulsar con mucha mesura la cuerda de las emociones, pues el corazón no está para tantos trotes. Dejemos el continuo trotar para las piernas que, pese a los años, aún se mantienen firmes.
Erica
17/10/2010 06:49:09

Joder, papá. Vas a acabar conmigo...


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