EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Idas y venidas

de un homo viator

Un paseo por los arrozales

4/10/2010

 
La inesperada propuesta de nuestro guía resultó todo un acierto: “¿Les gustaría hacer una visita a los cultivos de arroz y conocer una aldea agrícola de la zona?” Aceptamos de inmediato y, en vez de vagar por entre los puestos del mercado de Yangshuo, nos pusimos en marcha para iniciar lo que iba a ser una experiencia de gran valor social y humano.
La que podíamos describir como carretera comarcal era una pista que, en vez de baches, parecía tener trincheras preparadas para la guerra, por lo que no podíamos avanzar a más de 20 ó 30 kilómetros por hora. Pronto estuvimos en medio de unos extensos arrozales, todavía verdes pero que en la parte de la espiga comenzaban ya a amarillear para la segunda cosecha del año, que se da hacia finales de octubre o principios de noviembre. En las lindes de los arrozales, aprovechando la cercanía de las acequias de riego, aprovechan cualquier trozo de tierra para cultivar judías, pimientos, calabazas o tomates. Ni un centímetro queda desaprovechado. Al fondo, las montañas como jorobas de camello; en medio, una línea de plátanos aportaba una pincelada de verdor intenso al paisaje tranquilo, silencioso…

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De vez en cuando adelantábamos a alguna campesina, acompañada de un niño o un chico jovencito, empujando penosamente un carro con mercancías diversas. La tarea del transporte familiar de mercancías, entre otras muchas, recae sobre las mujeres; los hombres, aparte de los trabajos agrícolas, realizan labores de pesca, construcción o reparación de aperos. También nos cruzamos con algún que otro tractor, de un tamaño tan pequeño que parecía de juguete y con el motor al aire, sin tapa, fabricado probablemente hace más de treinta años todavía un lujo que es preciso cuidar y conservar.

Al cabo de media hora de traqueteo, llegamos a una aldea: cuatro o cinco casas, una tienda-bar a cuya puerta una mujer y cuatro o cinco hombres charlaban ruidosamente y jugaban afanosamente a las cartas, pues era domingo por la tarde y aprovechaban las pocas horas de descanso dedicados al juego (con dinero), que es la gran pasión nacional china. Compramos un par de botellas de agua y de cerveza y nos sentamos en unos taburetes bajos a refrescarnos. Los aldeanos, sonrientes y amables, observaban con cierta curiosidad cómo compartíamos su espacio de ocio, pero su curiosidad no parecía excesiva: la gente a quien la vida trata con dureza está por encima de ciertas sorpresas. Se acercó un chaval de unos 6 ó 7 años –aunque debo confesar que me resulta tremendamente difícil calcular la edad de las personas orientales- y le hice una fotografía. Se la enseñé en la pantalla de la cámara y en su rostro se abrió una inmensa y luminosa sonrisa. Le di unos billetes que llevaba sueltos en el bolsillo y la sonrisa se convirtió en asombrado regocijo: al cambio, apenas eran unos 80 ó 90 céntimos de euro.
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Al lado de la tienda, delante de su casa, una mujer tenía una serie de productos puestos a la venta. No sé a quién trataría de vendérselos, pero en China no he conseguido salir de mi asombro a la vista de la cantidad de gente que, a las horas y en los lugares más insólitos, coloca su tenderete y espera pacientemente la llegada de un hipotético comprador de los productos más variados e inútiles en apariencia. La mujer en cuestión vendía unas gallinas, un par de patos y unos peces que todavía se removían en un contenedor de barro lleno de agua, con una rejilla metálica encima para evitar que saltaran fuera. Pero lo más curioso de la escena era que la mujer, echada en una silla, dormía a pierna suelta. ¿Sería por tratarse de una vendedora de domingo?
Enfrente de la tienda, había una especie de plaza de cemento con una fuente y unos árboles, y allí estaba reunida la restante población de la aldea, alrededor de ocho o diez personas… ¡jugando a las cartas!

Cuando abandonamos el lugar para retornar a Jangshuo, vi a mi amigo, el chavalito de la foto que le estaba enseñando el dinero a otro más pequeño, probablemente contándole la inaudita experiencia de haber sido fotografiado por un extranjero occidental. Fue una experiencia de apenas hora y media, pero en mi mente algo quedó meridianamente claro: es seguro que China se va a incorporar con fuerza a la modernidad, y que cuando lo haga será una fuerza imparable, pero también es evidente que esta gente de los arrozales no tiene nada que ver con los habitantes de Shanghai.  La distancia que hay entre unos y otros es sideral. A estos campesinos tardará aún mucho tiempo en llegarles los efectos del cambio que ha diseñado el partido único de la República del Pueblo de China.
Eri
5/10/2010 17:21:06

Me muero de ganas de ver la foto con la cara del niño...

Adrián
6/10/2010 09:17:16

Ainsss... la censura en China ya no es lo que era! Si no ya le habrían cerrado este blog peligrosamente subversivo que se gasta el Académico. ;)


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