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Idas y venidas

de un homo viator

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Una inmersión en las montañas del Alt Pirineu

18/9/2011

 
Ver no es lo mismo que conocer. Visitar no es lo mismo que penetrar. Una cosa es pasar unos días de vacaciones en los Pirineos (cosa tremendamente agradable) y otra distinta, deambular, perderse por sus valles y montañas. Eso es lo que hicimos estos días pasados con la excusa –toda excusa que ayude a sumergirse en la naturaleza es válida– de conocer el pueblo de donde procede la familia materna de nuestro amigo Pep, en pleno corazón de los Pirineos de Lleida.
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Para lograr esa asombrosa sensación de plena inmersión en el entorno natural y realizar lo que denominaré un “recorrido íntimo”, es preciso alejarse de las rutas habituales, de las carreteras más transitadas (incluso comarcales) y de las recomendaciones de las guías turísticas (aun de las mejor documentadas), y ponerse en manos de alguien que conozca la zona de primera mano, alguien que “ame” los lugares, alguien que los haya recorrido en su niñez y su juventud, pues esta última forma de recorrer es la que nos aporta, junto al exacto dato estadístico, la nota íntima, nostálgica y emocional, que es precisa para entender profundamente el paisaje.

Nuestro recorrido íntimo por el Pirineo de Lleida –y en concreto por el Parque Nacional del Alt Pirineu– lo iniciamos un poco al noroeste de La Seu d’Urgell, dejando a nuestras espaldas los Valles de Valira, en una preciosa localidad medieval llamada Ars a la que se llega desde el pueblecito de Sant Joan Fumat  (no pude averiguar ni consta en las crónicas del lugar la razón por la que a este san Juan lo llaman así, si es por  haber muerto quemado y “ahumado” por los moros o si le dieron dicho apodo por su afición al porro).  

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Torre de Ars
Al llegar a Ars, encontramos a dos hombres mayores (a mi edad, ya no me atrevo a hablar de ancianos, por si acaso), sentados a la sombra  de sendas parras, que nos saludaron amablemente, pero que se mantuvieron impasibles ante nuestra presencia, sin sonrisas ni cortesías innecesarias,  como si temieran que todo acercamiento o intento de mayor proximidad pudiera romper la paz de la que parecían disfrutar.  

Este pueblecito, ornado con una preciosa torre circular románica, se quedó dormido allá por el principio del siglo pasado . Ahora, cuando los visitantes que buscan algo más que unas vacaciones al uso vienen a alterar su sueño, se tiene la sensación de que no ha ocurrido nada en los últimos 40 o 50 años, salvo que algunas casas, casi como por encanto, han ido renovando sus fachadas, reparando sus tejados, adornando con rosales trepadores sus balcones... Por supuesto, la sensación de inmovilismo es falsa. Han ocurrido muchas cosas, pero para sus 15 o 20 vecinos, personas que siguen viviendo el ritmo que marca el campo y cuya principal dedicación es su vida y la de sus vacas, los acontecimientos que a los urbanitas –madrileños, barceloneses o sevillanos, por poner tan solo tres ejemplos– tanto nos conmueven, enfadan, asustan, preocupan e inquietan, son meros elementos de un decorado teatral intrascendente. En las mentes de estas gentes, como mucho, queda aún el recuerdo de una absurda guerra, de una dura postguerra y de un reencuentro con una vida política en democracia que ni entienden ni les preocupa, aunque a veces los políticos los utilicen como excusa de sus a menudo incongruentes argumentos electorales.

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Al salir de Ars, tuvimos que abandonar la estrechísima carretera comarcal, y desde ese punto hasta nuestro destino en Farrera (pueblo natal de la madre de nuestro amigo) hubimos de  avanzar por una especie de pista forestal de tierra y roca plagada de baches. Estos, de un desnivel sólo apto para todoterrenos, daban a la pista por la que viajábamos el aspecto de un viejo rostro curtido y surcado de profundas arrugas.  La velocidad de desplazamiento, afortunadamente, no alcanzaba los 15, y en los mejores tramos, los 20 kilómetros por hora.  Digo afortunadamente porque esto permite disfrutar, casi diría paladear, cada metro del recorrido. No negaré que, en un viaje realizado a toda velocidad, se puede apreciar la belleza del paisaje, pero de forma fugaz, superficial. Yendo despacio, como se viajaba cuando estos territorios se recorrían andando o, si había suerte, en burro o mula –aunque este último animal estaba especialmente reservado para clérigos de alta jerarquía–, puede disfrutarse de la perspectiva de cada elemento del recorrido (la forma de un árbol, un claro del bosque que refleja la luz de un modo único, un promontorio con un torreón, una hondonada cubierta de densa vegetación, una fuente que se delata por el rumor del agua...).
A lo largo de todo un día, hicimos un desplazamiento que, realizado por carretera normal, nos habría llevado escasamente un par de horas. Pero fuimos de valle en valle, ascendiendo y descendiendo, cambiando constantemente de decorado (pastos y vegetación de roca, bosque de pinos rojos y robles, bosque de pino negro y abeto, umbrías plagadas de helechos y musgo, prados de media montaña…). En un momento del recorrido, un águila dorada nos adelantó a muy poca altura por encima de nuestras cabezas y fue a posarse en la rama de un árbol a escasos diez metros delante de nuestro coche. Cuando íbamos a llegar a su altura, emprendió el vuelo y repitió dos veces la misma maniobra. A la tercera aproximación, perdió interés en nosotros y desapareció. Nos había estado observando. Éramos intrusos en su territorio. Estoy seguro de que otros animales de la zona estuvieron haciendo lo mismo sin que nos diéramos cuenta, quizás un oso pardo, quién sabe si una nutria en el remanso de uno de los ríos que cruzamos o, desde los riscos más altos, un rebeco.

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Un cortal en la montaña
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Más adelante, bajamos al fondo del valle que atraviesa el río de santa Magdalena. En medio del valle, una pequeña ermita. En tiempos pasados, era importante conseguir el favor de dios y sus intermediarios, los santos.  Para que protegieran al campesino en sus labores y al viajero en su camino. De paso, la ermita servía de referencia en el trayecto y de refugio, si la situación lo exigía, en caso de tormenta o ventisca.

Y de nuevo, una nueva escalada a otra ladera para acometer el ascenso al siguiente valle que se esconde tras la nueva montaña. Y así sucesivamente. Este encadenamiento de valles explica muchas cosas de la historia: el mantenimiento a capa y espada de su identidad, de su idiosincrasia (cada valle es un mundo, con sus tradiciones, sus privilegios, sus costumbres e incluso, su idioma, como el aranés en Cataluña o el ansotano en Aragón). Un ejército podía atravesar un valle de comienzo a fin, pero tenía dificultades insalvables para conquistar varios valles vecinos: demasiado esfuerzo, demasiadas dificultades orográficas, demasiados ríos y  montañas que salvar, demasiados torreones de vigilancia que eludir.
Entre las historias que surgen como consecuencia de la conformación geográfica de esta zona de España, las hay también humanas –a veces trágicas, como las huidas desesperadas a través de la cadena de montañas para salvar la vida después de la guerra; a veces espeluznantemente duras, como las ventiscas terribles que atrapaban a los comerciantes que malvivían de ejercer el contrabando en la postguerra y debían unirse en corro sujetándose por los hombros, con la mercancía en el centro, y tenían que resistir así, de pie y helados de frío, a veces horas para evitar perderse y perder la mercancía que les iba dar de comer las siguientes semanas.

También se han dado hermosas historias de amor, de esas en las que alguien debe superan montañas (nunca mejor dicho) para conseguir el premio de la persona amada. Es el caso que nos cuenta nuestro amigo de un hombre –al que llamaremos Valentín–, que consiguió, contra todo y contra todos, casarse con su tía –a la que llamaremos Valentina–, allá por los años 50. Esta última era la hermana pequeña de la madre de nuestro amigo, su tía Valentina.  Era Valentín guardia civil de un pueblo de frontera  de los Pirineos de Lleida. Era Valentina hija de una familia de hondas raíces republicanas. Valentín y Valentina se conocieron en un baile; se miraron, bailaron, se dijeron unas palabras, se miraron a los ojos… ¡y se enamoraron locamente! Pero, como era de esperar, el padre de Valentina no estaba dispuesto  a tolerar que su hija menor aceptara el cortejo de un guardia civil, que, pese a contar escasamente veintitantos  años y no haber luchado en la guerra civil, o sea, pese a no estar “manchado de sangre”, no dejaba de ser un fascista de merda. No dejaba salir a la hija cuando intuía que la pareja del tricornio podía andar por los alrededores del pueblo; además, la obligaba a dormir (el padre era viudo) en una cama en su propio dormitorio a fin de tenerla bien controlada. Pero no desanimó esto a nuestro valeroso y decidido guardia. Cada noche que no estaba de servicio, viajaba a pie desde su puesto  en la frontera hasta el pueblo de la amada. No lo hacía por los caminos habituales y más o menos transitables, sino por el fondo del valle, siguiendo el curso de los ríos, para que nadie le viera y lo delatara al estricto e intolerante padre. La distancia entre su puesto y la casa de Valentina, en línea recta, era apenas de 2 o 3 kilómetros; pero salvarla por el valle y la montaña le obligaba a hacer una caminata de 5 o 6 horas con una penosa ascensión al final para llegar al pueblo y a la casa. Una vez en el pueblo, se encaramaba a la ventana del dormitorio, y mientras el viejo cancerbero dormía agotado por el trabajo, la pareja pelaba la pava silenciosamente durante media hora a lo sumo, porque el Romeo debía emprender el camino de regreso. Dicen los que conocen la historia que, en un par de ocasiones en que el padre de Valentina tuvo que ausentarse del dormitorio por razones de importancia capital, como, por ejemplo, atender el parto de una vaca, Valentín pudo incluso trepar al interior del cuarto y yacer amorosamente con su Valentina en su dulce, aunque pecaminoso, tálamo prematrimonial. Fuese como fuese, el paso del tiempo, la insistencia de Valentina y la perseverancia de Valentín acabaron ablandando el corazón del padre y la boda se acabó celebrando, dando paso a un matrimonio que tuvo cuatro hijos y duró muchos años hasta hace poco tiempo, en que ambos murieron de edad ya avanzada. Como se diría en los cuentos: ¡¡fueron felices y comieron perdices!!  Fin del intermedio.

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A mediodía estamos a tiro de piedra de Farrera, nuestro destino principal, aunque no final. Previamente, habíamos avistado desde la cumbre de la montaña toda una serie de pueblecitos adormecidos en alguna ladera asoleada o encaramados en lo alto de un cerro (lo importante antiguamente, a la hora de establecer un asentamiento, era tener buena visibilidad para ver quién se acercaba al lugar y, en todo caso, tener las espaldas bien cubiertas). Esos pueblos son pedanías de Farrera, meros caseríos con una docena de casas de piedra oscura, tejado de pizarra y, por supuesto, campanario de la iglesia, aunque ésta sea la mínima expresión de templo, hoy día carente de uso litúrgico y hasta de mosén.  En la lejanía, más abajo en el valle, pudimos ver algunas bordas para el ganado. Hay incluso unas pocas que están habitadas por personas que buscan un tipo de vida completamente alternativo, aunque, eso sí,  ya disfrutan de luz eléctrica y hasta de antena de televisión.
En Burg, pedanía de Ferrera nos prepararon una comida sencilla pero deliciosa: ensaladas, butifarra y guiso de conejo, regado con un buen vino tinto (de cultivo orgánico). Un perro labrador quiso entrar a acompañarnos pero la encargada le dijo con autoridad: “¡Aquí no!” y el animal fue a tumbarse obediente en la terraza, aunque, eso sí, dejó el hocico dentro del comedor mirándonos con cierta tristeza desde sus ojos semientornados. 

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Tirvia
Luego vendría el descenso hacia el valle de la Noguera Pallaresa pasando por un pueblo precioso, Tirvia –casi totalmente destrozado en la guerra civil y reconstruido con cuidado y mimo hasta darle de nuevo su aspecto original–, y por toda una serie de poblaciones muy alejadas ya de las soledades montañesas y mucho más introducidas en el mundo del turismo, sobre todo del que se desarrolla en torno al deporte fluvial, el rafting y el piragüismo: Llavorsí, Rialp y Sort.  Os doy miu palabra de que no nos detuvimos ni siquiera a hacer una foto al despacho de lotería de La Bruixa: cada día me interesa menos la suerte de los juegos de azar. Eso sí, ante la ventanilla de la administración  más famosa de España, una cola de esperanzados compradores que, tras adquirir sus décimos, los pasan con fe por el cuerpo de la bruja de trapo que el avispado lotero ha colocado en el vestíbulo de su despacho, tan moderno como hortera y carente de buen gusto. El regreso a Barcelona, cruzando al valle del Segre, pero ya por carreteras provinciales y por la vega baja de los ríos, lo hicimos pasando por Gerri de la Sal  y La Pobla de Segur, final de trayecto ferroviario de la línea que viene de Lleida.

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Llavorsí
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Gerri de la Sal
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Sort
Una vez en la autovía, el entorno carece de interés. La mente se ha quedado prendida y prendada del sentimiento y las impresiones  que ha dejado en nosotros la montaña. Hemos pasado todo el día a una altitud media de casi 2.000 metros, y el silencio y la luz de la montaña siguen llenado nuestros oídos y nuestros ojos, aunque lo que tengamos ahora ante nosotros sea una fila de coches que van o vienen de Barcelona con los faros encendidos, pues ya oscurece a toda velocidad. Como compensación por la decepción de tener que abandonar los Pirineos, nos proponemos visitar mañana el renovado barrio de Gràcia (Teatre Lliure, Plaça del Diamant, Plaça del Sol), con sus nuevos comercios, restaurantes, tasquitas y su ambiente moderno, joven, renovado y cosmopolita.  ¿Por qué, conforme me hago más viejo, me gusta más todo lo que hace y representa la juventud? Me temo que es tema para una reflexión en otro momento.

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