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Laboratorio Literario

de un homo scriptor

La voz, su voz...

12/4/2017

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Sin un corazón lleno de amor y sin unas manos generosas,
es imposible curar a un hombre enfermo de su soledad. (Sta. Teresa)

 
No importa que los sueños sean mentira,
ya que al cabo es verdad que es venturoso el que soñando muere,
​infeliz el que vive sin soñar (Rosalía)
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Nadie le ha creído. Tampoco le ha importado mucho. Además, no se lo ha contado a demasiadas personas. No podía hacerlo porque su círculo social es muy reducido: su hijo, su amigo Felipe y su cuñada, Marisol. Con su hijo, que vive muy lejos desde que tuvo que marchar buscando trabajo hace dos años, ha tenido que explicarle todo de una forma un tanto apresurada por teléfono (“que sí, hijo, te lo aseguro”; “papá, ¿de verdad no has bebido una copa de más esta tarde?”; “bueno, hijo, vamos a olvidarnos, como si no te hubiera dicho nada, ¿vale?”). Su amistad con Felipe viene de lejos, desde que, siendo chavales, comenzaron a compartir prácticamente todo, primero palodú y cigarrillos comprados por unidades en el puesto de chuches junto a la esquina del Metro, y luego vermús baratos en el bar de Pepe –que sigue siendo su bar de cada día–, las primeras novietas de última fila de cine y paseos por el Retiro, partidos de fútbol en campos de tierra los sábados por la mañana, la mili –la puta mili– y hasta el primer trabajo vendiendo seguros puerta a puerta. Él ya debería haber intuido que no le iba a creer porque Felipe siempre fue un poco chisgarabís y no se toma nunca nada en serio (“vamos, Leandro, no me jodas, que no me lo creo”, “pero, Felipe, por qué iba a inventarme una cosa así”, “pues para quedarte conmigo, machote”, “pero si sabes que, a mí, lo de gastar bromas no se me da nada bien”, “mira, Leandro, vamos a echar unas cañas, y déjate de esa coña de voces que te dicen cosas y te cantan, no me jodas…”), y ya no pudo ni quiso seguir insistiendo. Cierra el círculo de sus personas de confianza su cuñada, Marisol, la hermana de su difunta esposa, Josefina, que le dejó hace tres años, dejándolo más tirado que una colilla, cuando se la llevó un tumor cerebral en menos de tres meses, a él que tanto la necesitaba para todo.  Marisol, la verdad sea dicha, es más simple que un cucurucho de pipas, pero, eso sí, muy buena persona, y cuando se lo ha contado un poco como de pasada, sin querer entrar en detalles, le ha mirado con ojos entre compasivos e incrédulos. (“Oye, Leandro, ¿tú estás comiendo bien?”) Para Marisol la causa fundamental de cualquier desarreglo, del tipo que sea, es la mala o insuficiente alimentación, así que no ha seguido con el tema y ha cortado cualquier conato de comentario. (“Tú, tranquila, Marisol, que me cuido bien, y lo que te he contado son cosas mías. No le des importancia, ya sabes que yo soy así, pero te aseguro que como bien”). La ha dejado con la boca abierta y moviendo la cabeza como pensando “ay, este pobre Leandro, desde que se quedó solo no le funciona bien la mollera”. Y eso ha sido todo, porque no es cuestión de ir a contarle a cualquier desconocido que, desde hace varias semanas, cuando levanta el auricular del teléfono y antes de marcar ningún número, una voz joven, cálida, una voz de mujer, le habla –casi en un susurro– con frases hermosas, frases que le tranquilizan y que siempre parecen tener una conexión perfecta con lo que está sintiendo, o con las cosas que le preocupan, frases que actúan como un bálsamo en su alma, y otras veces le recita versos que transmiten un mensaje de serenidad, de paz interior, y hasta en una ocasión, le cantó una estrofa de Contigo aprendi, el bolero con el que Josefina y él se hicieron novios. No, definitivamente eso es algo que no se puede contar a cualquiera, ni siquiera a las personas más cercanas debería haberles dicho nada, pero lo hecho, hecho está. La verdad es que la primera vez que ocurrió se dio un susto monumental. Luego, paulatinamente se ha ido acostumbrando y ahora hasta se sentiría profundamente defraudado si le faltara la voz de esa interlocutora anónima que le dice cosas tan hermosas. Prefiere que sea una voz de mujer porque, sin querer menospreciar a nadie,  él es como es y se sentiría muy incómodo si se tratara de un hombre. Sería demasiado perturbador. La primera vez que ocurrió regresaba de poner unas flores a Josefina y, como siempre que visitaba el cementerio, se sentía con el corazón encogido por una tristeza sorda, agobiante. Iba a llamar por teléfono a alguien, ya no recuerda a quién porque el sobrecogimiento que le causó la voz le hizo olvidar el propósito de su llamada.
Podrá nublarse el sol eternamente; 
podrá secarse en un instante el mar; 
podrá romperse el eje de la tierra 
como un débil cristal. 
¡Todo sucederá! Podrá la muerte 
cubrirme con su fúnebre crespón; 
pero jamás en mí podrá apagarse 
la llama de tu amor.

Al escuchar aquellos versos que la voz fue desgranando lentamente, sintió como si le acariciase una sutil brisa produciéndole un hondo sosiego. No sabía si la persona que de forma tan misteriosa le hablaba los estaba inventando o estaba leyendo versos de algún poeta conocido. En un momento dado sintió la cercanía física de Josefina y hasta pudo percibir el olor de la colonia de jazmín que siempre usaba. Y la angustia con la que había llegado del cementerio se transformó en una apacible serenidad. Colgó el auricular sin haber llegado a comprender qué le había sucedido. Permaneció un buen rato sentado al lado del teléfono sin atreverse a aventurar respuestas, solamente sintiendo, recordando... Luego, se tumbó en la cama y se quedó plácidamente dormido, y Josefina acudió a sus sueños y pudo revivir con turbadora intensidad una de las muchas noches de amor que habían compartido durante su vida. Fue al despertar cuando surgió en él la duda: ¿la voz del teléfono había formado parte de su sueño?, ¿se lo había inventado todo?, ¿estaba volviéndose loco? No pudo aguantar la incertidumbre. Saltó de la cama y, sin pasar por el cuarto de baño como hacía puntualmente cada mañana nada más levantarse, llegó anhelante al teléfono y lo descolgó con un sentimiento de curiosidad no desprovista de aprensión.
Tu turbación es comprensible, Leandro.
Pero no te atormentes tratando de encontrar
un sentido a lo que es inexplicable.
Hay muchas cosas en la vida
que somos incapaces de entender
y no por eso debemos renunciar a ellas,
a la belleza que nos aportan,
a la felicidad que nos proporcionan.
¿Acaso sabes por qué llega a tu nariz
el aroma de una flor? No.
¿Y deberías renunciar a ese placer
por el hecho de no comprender?
Eres un buen hombre, Leandro,
y mereces tener una vida apacible y feliz…
No pudo más. Colgó el auricular como si le quemase en la mano. Allí estaba la voz. La voz de quien fuera. Sus frases quedaron grabadas a fuego en su mente. Pero aquello era demasiado. Toda su vida había sido un poco crédulo. No como su amigo Felipe, que era un listillo descreído y se tomaba todo a broma. Pero una cosa era ser crédulo y otra aceptar aquello que ni siquiera sabía cómo describir. Esa voz que le hablaba con dulces palabras, como nunca nadie lo había hecho antes. ¿Y si era una broma que alguien le estaba gastando? Tenía que ser eso. Pero ¿dónde estaba grabada la voz?, ¿en un aparato dentro del teléfono? ¿Quién ponía en marcha la grabación? ¡Imposible! Esas cosas pasan en el cine, pero no en la vida real. En todo caso, siguió descolgando el teléfono. Y comenzó a hacerlo cada vez con más frecuencia. Creció en él una adicción incontrolada. Necesitaba oír la voz y escuchar aquellas frases maravillosas a todas horas. Como el fumador empedernido o el drogadicto incontrolado, empezó a no ser dueño de sus decisiones, de sus movimientos, de sus acciones. Colocó junto al teléfono el mejor sillón de la casa, el que compró por decisión de Josefina. (“Cariño, quiero que compres ese sillón de orejas para que te sientes a gusto a leer el periódico o a ver la tele después del trabajo –para añadir riendo y guiñándole un ojo– a lo mejor me siente sobre tus rodillas algún que otro  rato”.) Comenzó a salir poco de casa, lo justo para ir a hacer las compras imprescindibles. La idea de dejar de oír su voz se le hacía insoportable. Sí, su voz. Porque se había dado cuenta de que no era una voz cualquiera. Al principio, cuando la idea le vino a la cabeza por primera vez, pensó: “Estás loco”. Pero ya no albergaba dudas. Era la voz de Josefina, cuando la conoció y se enamoró perdidamente de ella. La voz nos cambia con los años, va mudando de registros, de matices. Y es la voz de Josefina. Él no entiende nada. Ni quiere entender. ¿Para qué? Lo que anhela ya a todas horas es sentir, dejarse ir en la suavidad de unas frases que ni siquiera se para a analizar pero que le transmiten todo lo que desea y necesita.
Yo te daré todo lo que esperas ,
no busques certidumbres,
no las hay ni las requieres,
no te abandones a la añoranza,
de nada sirve ni consuela.
Déjame acompañarte
en el silencio de la vida
y de tus sueños
en el camino que te queda
hasta llegar a mí

A estas palabras seguía una suave música que le sonaba a un tiempo familiar y extraña, apacible y excitante, triste y relajante... Hubiera dicho, aunque sonase absurdo, que era como una canción de cuna para un hombre viejo. Leandro perdió el apetito y dejó de comer, no porque se sintiera mal; al contrario, se sentía demasiado bien para perder el tiempo en cosas mezquinas como alimentarse, cocinar, masticar, deglutir...  Dejó de aparecer por el bar adonde nunca había faltado.  Su amigo Felipe, al cabo de una semana de no verlo, comenzó a preocuparse y llamó al hijo de Leandro. (“¿Sabes si le pasa algo a tu padre?” “No, la verdad, pero me extraña que siempre que le llamo está comunicando. Debe de ser que lo tiene mal colgado”. “Mañana mismo me paso por su casa. Y si no logro verle, me acercaré a casa de tu tía Marisol”. “Hazlo, por favor, y tenme informado”.) Felipe llamó insistentemente  a la puerta sin éxito. Fue a buscar a Marisol y, juntos, fueron con la llave que ésta guardaba en su casa. Leandro estaba sentado en su sillón con el teléfono descolgado en la mano y una apacible sonrisa en el rostro. No había el menor signo de violencia, ni señal de sufrimiento en su cuerpo. Todo parecía en orden a su alrededor. Simplemente, sus ojos, en los que aún quedaba un resto de brillo, estaban fijos en algún lugar del infinito más allá del techo o las paredes. Parecía que en cualquier momento fuera a echarse a reír. La felicidad había quedado congelada en su expresión. Pero hacía ya un tiempo que había dejado de respirar.
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