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de un homo scriptor
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Los ojos del piloto

13/3/2017

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Los sueños, las más de las veces, suelen desvanecerse pocos minutos después de que su presencia en nuestra mente choque con la fría realidad del despertar.  En ocasiones he intentado –en una estéril persecución retrospectiva por la senda de las sensaciones dejadas en mi ánimo–  recuperar sin éxito un sueño que me había resultado –o, al menos, así lo percibía en mi media vigilia– especialmente grato. Casi nunca lo he conseguido. Esos sueños siempre se me han escapado, han volado al lugar desconocido e inhabitado en que suelen habitar los sueños buenos. En cambio, hace tres días tuve un sueño que todavía puedo restablecer en mi mente sin la menor dificultad, incluso sin intentarlo. No es un sueño bello ni gratificante; tampoco es angustioso o desasosegante. Es extraño.
Deambulaba mi pensamiento, como suele ocurrir con los sueños, por una extraña mezcla de situaciones y personajes incongruentes: una sesión de teatro de la que no era ni espectador ni actor, tan solo testigo indirecto, como alguien que ve las cosas casi sin querer a través de una ventana abierta en el muro de la realidad. Me veía luego caminando por una calle de un pueblo desconocido rodeado de gente, y me llamaba la atención la presencia de un familiar ya fallecido al que no reconocí  por su rostro sino por su forma inconfundible de caminar, o eso pensaba yo en mi sueño. El color de toda la escena era gris oscuro; la visión de conjunto, sin llegar a ser siniestra, era lóbrega. Luego, de forma súbita y sin ninguna transición me encontraba en medio de una amplia avenida de una ciudad que debía de ser grande, pues a ambos lados de la avenida se levantaban casas de ocho o más alturas. Forzosamente tenía que ser una hora tardía, pues me veía completamente solo en medio del silencio y la semioscuridad. Y, súbitamente, se toparon mis ojos con una escena a un tiempo absurda y sobrecogedora. A un lado de la avenida, empotrado en el suelo, había un avión de pasajeros. Era evidente que había sufrido un accidente y había caído en picado clavándose en medio de la avenida con la facilidad que lo habría hecho un pico en la tierra esponjosa de un huerto. Quedaban al descubierto las alas, la parte superior del fuselaje y, curiosamente, la parte alta de la cabina de mando, donde está la ventana de los tripulantes. Se encontraba incrustado en el suelo, pero, aparte de eso, no parecía haber sufrido mayores daños. Conforme inspeccionaba asombrado mi hallazgo, me sorprendían varias cosas: que el avión hubiera caído con tal precisión y limpieza que no hubiese causado daño alguno a los edificios circundantes, los cuales ni siquiera habían sido rozados por los extremos de las alas; que no hubiera ni un alma en la calle contemplando semejante portento: o nadie se había enterado, lo que sería poco menos que imposible, o todo el mundo lo había visto ya y, satisfecha la curiosidad inicial, se había ido cada cual a su casa a dormir. Era como si la calle se hubiera convertido en un improvisado cementerio, tales eran el silencio y la soledad reinantes. Mi mente se hacía una y otra vez estas reflexiones, que se convirtieron en agobiantes pensamientos recurrentes y preguntas sin respuesta; pero no sé cuánto tiempo duraron, pues el tiempo de los sueños no se concilia necesariamente con el tiempo real, y lo que en un sueño parece durar horas angustiosas, en tiempo real puede suceder en cuestión de segundos. Una cosa me dejó  pasmado y lleno de  espanto: a través del cristal de la cabina de mando podía verse con toda claridad el rostro del piloto, evidentemente muerto, pero con los ojos abiertos, mostrando una expresión entre espantada, sorprendida e  interrogante. Eran unos ojos enormes, fijos en un horizonte ya inexistente, sin luz. Y entonces, en mi sueño, me preguntaba si nadie intentaría sacar del avión al piloto y a los pasajeros, pues, si los había, como sería de esperar en una línea regular, estarían también muertos. Recuerdo haberme planteado otros interrogantes: ¿cómo era posible que un avión de una aerolínea regular tuviera un tamaño tan pequeño? No mediría de largo más de veinte o treinta metros, pero era evidente que se trataba de un reactor de tamaño estándar, aunque mi extrañeza sobrevino una vez despierto, recordando el sueño, no cuando lo viví, cosa infrecuente pues al despertar solemos desechar el recuerdo de lo soñado, sobre todo si es algo desagradable; en el sueño el tamaño del avión no me pareció absurdo, sino normal. Sé que incluso intenté leer el nombre de la Compañía, descubrir si había quedado a la vista algún logotipo, algún color que permitiera adivinar la procedencia del aparato. Pero fue inútil.
Sigo pensando tres días después en el avión siniestrado en mi sueño. Sigo viendo la mirada yerta y sorprendida del piloto. Sigo recordando todo con inusual claridad y nitidez. Y me pregunto si tendrá algún significado. Lo he buscado y no he encontrado ninguna respuesta, aunque estoy convencido de que la habrá. Y, por alguna razón, prefiero no seguir indagando. Dejaré que la imagen del avión empotrado en la avenida oscura y vacía de gente, así como los ojos del piloto se vayan diluyendo en el olvido.
Por si acaso alguien tiene la respuesta, aquí lo dejo escrito. Nunca se sabe

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